Por Michel Onfray
Cuando era un joven estudiante y trabajaba en mi tesis de filosofía política y jurídica, mi directora y yo chocábamos sobre casi todos los actores: nunca sobre aquellos que ella no llevaba en su corazón- Helvetius, Marx, Nietzche-, puesto que ella quería a aquellos que yo abominaba – Hobbes, Kant, Montesquieu…- Tampoco estábamos de acuerdo cuando leíamos a tal o cual al que ambos queríamos. Así sucedía con La Boétie, que mientras que para ella era legitimista, yo la veía como el padre de todas las resistencias, ¡por lo tanto el inventor del temperamento libertario! Pero yo amaba su rectitud y su gusto por el trabajo bien hecho, y era sensible a su deseo de conducirme en la historia de las ideas.
Hoy pienso a menudo en nuestras discusiones. Especialmente sobre la cuestión del derecho. Puesta en Platónica, ella lo veía bajado del cielo, como un substituto laico de Dios. Era una devota de la Ley porque una sociedad sin ley es la anarquía, el peor de los males. Yo me oponía al Derecho y a la Ley, puesto que como marxista las veía como una regla impuesta por las potencias para legitimar su dominación y su ascendiente sobre los desposeídos, los débiles –sus víctimas- Y persisto en este análisis.
La prueba de lo que planteo se encuentra en la historia del derecho. Como cuando el Código teodosiano (435 d.C.) promulga leyes que legitiman la persecución, el despojo, la detención, la tortura y la pena de muerte para los herejes y los paganos, cuyo error consiste en no amar al prójimo del mismo modo que sus perseguidores; igualmente con el Código Negro (1685), que legaliza la explotación, la deportación, la sumisión de los millones de africanos y de antillanos transformados en ganado por la necesidad del colonialismo de los comerciantes de la época; como las leyes antisemitas nacionalsocialista de(1933) o de Vichy (1940), que dictan el derecho a la expoliación, a golpear, a deportar a los campos, a transformar en sub-hombres a aquellos que no tienen la dicha de ser arios, blancos, heterosexuales, cristianos de derecha…
De modo que soy menos celoso de una Justicia definida por el Derecho y la Ley que de una Justicia expresada más allá de la positividad jurídica, siempre puesta en movimiento para justificar y legitimar el poder de los poderosos y luego convertir en ilegal e ilegítima la insumisión de los potencialidades rebeldes. Contra la Justica legal y sus palacios, sus hombres llamados de ley – tan a menudo por encima de ella-, prefiero una Justicia que nos devuelva a la equidad. ¿La equidad? Aquella que vuele a cada uno según el principio de una justicia natural, independientemente de las cristalizaciones políticas y jurídicas del momento. Obviamente, esta naturaleza no proviene del derecho natural de los cristianos, que esconden bajo esa expresión el poder supremo de su Dios; ella nombra, mas bien, aquello que desagrada, despierta la cólera, estremece y promueve la camaradería con los desheredados, los desamparados, los olvidados, los simples, los desperdicios del sistema liberal.
El sentimiento de esta justicia a pesar del derecho se expresa ante los quince mil muertos provocados por la ola de calor y cuyo error fue ser viejos y no tener poder; se manifiesta en la presencia de los obreros despedidos por sus empleadores, que parten a hacer estragos a otra parte con los bolsillos repletos de indemnizaciones suculentas; surge ante el espectáculo de los anónimos que en invierno mueren de frío por decenas en los sótanos y en las veredas; existe ante las guerras llevadas a cabo por el imperialismo estadounidense, movido por el interés del dinero; actúa, si se considera a las prisiones, en donde la sociedad animaliza a aquellos a quienes luego les reprocha ser bestias. Para esta Justicia no es necesario convocar al Derecho. Alcanza con actuar contra la Ley, siempre llamada a caducar.
Fuente: “La Filosofía Feroz”, pp.76.79 Libros del Zorzal, Buenos Aires 2007.
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