TEIXEIRA COELHO, AUTOR DEL DICCIONARIO CRITICO DE POLITICA CULTURAL
“Vivimos tiempos de simplificación”
El escritor brasileño charlará hoy con Néstor García Canclini acerca de si puede haber todavía creatividad en las políticas culturales. Será en el Malba, en el marco del II Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires.
Por Silvina Friera
4/9/2010. El hombre elegante, con su impermeable a prueba de adversidades climáticas, no trastabilla ni vacila a la hora de desmontar los lugares comunes. Teixeira Coelho –el padre de una criatura “nuclear”, el Diccionario crítico de Política Cultural (Gedisa)– no cede un ápice en su “ánimo levantisco” contra el barniz de la corrección política. “Una época que sale en búsqueda de diccionarios puede ser una época reductora en búsqueda de píldoras inmediatamente utilizables, disgregables a la menor provocación”, advierte en la introducción. “Pero también puede ser una época que está creando las condiciones para que los asuntos del conocimiento sean accesibles por varias entradas.” Si la modernidad empezó con una Enciclopedia, “la posmodernidad puede estar reencontrando en el formato del diccionario una manera contemporánea de reordenar el conocimiento”.
La empresa del catedrático de la Universidad de San Pablo –donde introdujo los estudios de acción cultural y fundó y coordinó el Observatorio de Políticas Culturales– no es entregar recetas fáciles de digerir, aunque sea lo que normalmente se pida en el delivery de la política cultural. Las entradas del Diccionario... –que contienen el significado de la palabra o expresión, un comentario crítico sobre el uso que se hace y un cuerpo de referencias bibliográficas– abren puertas y revuelven el campo plantado.
Coelho tiene los ojos apenas velados por el cansancio del trajín del II Festival Internacional de Literatura en Buenos Aries (Filba). Antes de su diálogo de hoy en el Malba, con Néstor García Canclini, acerca de si puede haber todavía creatividad en las políticas culturales, el director y fundador de la Editorial Documentos y actual curador general del Museo de Arte Contemporáneo de San Pablo cuenta que conoció a León Ferrari cuando éste se fue a vivir a Brasil para escapar de la situación trágica que se vivía en la Argentina de los años ’70.
“Mantuvimos una relación muy cercana en esos años”, recuerda Coelho en la entrevista con Página/12. “Aprendí entonces a apreciar su arte y a conocer su amplia historia personal y familiar, que aparece un poco en mi último libro, História Natural da Ditadura, una novela a pesar de lo que sugiere el título.
El arte de León es un ejemplo de las dimensiones saludables del arte frente a la cultura. La cultura mantiene, refuerza lo que existe, controla, acoge, reconforta, y eso está bien en ciertas circunstancias. Pero el arte sacude el terreno sobre el que estamos parados, desorienta –para llevarnos a pensar de otro modo–, espanta, inquieta, deshace. El arte de León incomoda, se mete con lo más íntimo de nosotros. Es un gran arte, hecho por un espíritu inquieto y una mente lúcida, dolorosamente lúcida.”
–En el prefacio del Diccionario... señala que lo que se descubrió el 11 de septiembre de 2001 fue “la negatividad de la cultura”. ¿Por qué cree que se olvida el conflicto en la cultura?
–Vivimos tiempos de simplificación, en los que impera lo políticamente correcto. Con el declive de la experiencia religiosa formal en Occidente y la corrosión de las banderas ideológicas de los siglos XIX y XX, la cultura emergió como tabla de salvación y como objeto de manipulación. Los nuevos discursos a favor de la cultura, entendida como vector del desarrollo, prefieren destacar su positividad en su esfuerzo por convencer a los gobiernos y a los patrocinadores de invertir dinero en ese terreno. Los intelectuales de diversa orientación optan por ocultar el conflicto entre las culturas y lo que pueden contener de negativo. Se prefiere olvidar que en el siglo XXI todavía se mata por cultura tanto o más que por dinero. Y se alimenta la impresión de que todo lo que es “cultural”, por ser “cultural” es bueno y deber ser respetado. No es así.
–El escritor Claudio Magris observó que la identidad nacional, disfrazada de frontera, cobra sus tributos de sangre. En un momento en que los derechos culturales entraron en escena para quedarse, ¿qué reflexión puede hacer sobre la criminalización de los inmigrantes en Arizona y la expulsión de las comunidades gitanas en Francia?
–Es un tema que adopta aspectos distintos en cada caso. Lo que queda claro es que la idea de una “ciudadanía del mundo” está lejos de concretarse. Las personas están aún presas de un país, de una etnia, de una religión. No debe sorprender que el miedo o la incomodidad frente al “otro”, por motivos culturales o económicos, continúe y crezca. El integrismo de un lado alimenta el integrismo del otro lado. Países que reciben inmigrantes los quieren menos integrados (Inglaterra) o más integrados (Francia) a la cultura local. Ese proceso debería darse sin que los inmigrantes tuviesen que deshacerse de su cultura; aunque sin negar cierto grado de adaptación a la cultura que los recibe; a sus leyes, como mínimo. El racismo puro y llano sigue vivo y es alimentado en todos lados.
–Usted recuerda que con Sarkozy se creó un Ministerio de la Inmigración, Integración, Identidad Nacional y Desarrollo y que en Brasil Lula tiene una “Secretaría de la identidad y de la diversidad cultural”. En Francia, los intelectuales firmaron un manifiesto por el cual pedían que no incorporara la mención a la “identidad nacional” en el Ministerio de la Inmigración. ¿Por qué en Brasil no hubo ninguna protesta semejante?
–En Brasil hoy no hay oposición. La oposición partidaria no fue practicada en los ocho años del gobierno de Lula. No existe por falta de ideas, por intereses creados en la repartición del poder, por el temor de desgastar al elector de Lula. La mayoría de los intelectuales brasileños no actúan como intelectuales, piensan como el partido o de acuerdo con la corriente dominante. En la universidad, en los periódicos, casi todos tienen miedo de ser políticamente incorrectos y de levantarse frente a lugares comunes como el de la identidad y su supuesto valor intocable. “Pensar como se está acostumbrado” es lo que explica el inmovilismo de la intelectualidad brasileña en estos momentos.
–¿Qué papel deberían tener el Estado y la sociedad civil?
–El Estado siempre quiere lo Uno, como recuerda Godard, mientras que la sociedad civil, al estar más cerca del individuo, acepta la diversidad con mayor facilidad. Un mayor espacio para la sociedad civil resulta indispensable. Del lado del individuo, es necesario pensar con su propia cabeza, con una cabeza actual, y no basada en los modelos librescos del siglo XIX. Suele decirse que las ideologías se terminaron. Sin embargo, siguen firmes y fuertes en las ciencias humanas. Cualquier científico “duro”, físico, químico, está dispuesto a someter a crítica sus creencias –y la realidad que estudia– cada dos o cinco años por lo menos. El “científico” de las ciencias humanas suele pensar que su conocimiento es eterno, válido para todo y para siempre. No está dispuesto a aceptar las refutaciones que provienen de otras disciplinas o de la realidad misma, y está aún menos dispuesto a refutarse a sí mismo. Esa es una caricatura de científico.
–A propósito de la cita a Wittgenstein, “es necesario siempre pensar desde otro punto de vista”, ¿desde qué puntos de vista cree que hay que pensar las políticas culturales en América latina?
–Un ejemplo es la demonización del mercado cultural en Brasil, al que se describe como el Mal principal. Ahora bien, Shakespeare escribió para el mercado, Woody Allen hace películas fantásticas conforme a las leyes del mercado. El Estado no es el único que sabe lo que puede o debe hacerse en cultura. Es necesario descentralizar los polos de decisión sobre lo que debe hacerse en cultura. Y las nuevas ideas en política cultural, como la de los derechos culturales, deben ser comprendidas en su alcance real, no de forma restrictiva. “Usted tiene derecho a participar de su vida cultural.” Perfecto, pero, ¿y si quiero participar en la vida cultural del otro? Ayudaría mucho no colocar la cultura y el arte al servicio de metas que no son necesariamente las suyas, como la inclusión social. Pero de hecho retrocedemos en el tiempo, todo el tiempo.
–¿Cómo conciliar la cuestión de la innovación con el hecho de que la política cultural esté muchas veces más orientada a preservar que a innovar?
–El “preservacionismo”, apoyado en la idea de patrimonio nacional o de grupos, es tomado como un valor en sí y para sí, y es uno de los grandes problemas no advertidos de la política cultural. Durante la dictadura que controló Brasil entre 1964 y 1985, ése fue el campo que mayor apoyo recibió. Y todavía hoy es el que domina. Representa lo políticamente correcto en política cultural. La innovación sucede al margen de las instituciones y de la política cultural, de los gobiernos y de las empresas que “apoyan” la cultura. Se olvida que el campo de la cultura es justamente “el campo de aquello que puede cambiar”. Hoy solamente el arte tiene ese privilegio y no debería ser así. El deseo de proteger y preservar adopta extremos dignos de risa: ¿qué significa declarar “patrimonio universal” un cierto plato nacional de comida? ¿Que ya no va a cambiar nunca (risas)? ¿O no significa nada, es apenas un gesto político vacío, como tantos otros? Lo ridículo bate records.
Fuente Página 12
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“Vivimos tiempos de simplificación”
El escritor brasileño charlará hoy con Néstor García Canclini acerca de si puede haber todavía creatividad en las políticas culturales. Será en el Malba, en el marco del II Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires.
Por Silvina Friera
4/9/2010. El hombre elegante, con su impermeable a prueba de adversidades climáticas, no trastabilla ni vacila a la hora de desmontar los lugares comunes. Teixeira Coelho –el padre de una criatura “nuclear”, el Diccionario crítico de Política Cultural (Gedisa)– no cede un ápice en su “ánimo levantisco” contra el barniz de la corrección política. “Una época que sale en búsqueda de diccionarios puede ser una época reductora en búsqueda de píldoras inmediatamente utilizables, disgregables a la menor provocación”, advierte en la introducción. “Pero también puede ser una época que está creando las condiciones para que los asuntos del conocimiento sean accesibles por varias entradas.” Si la modernidad empezó con una Enciclopedia, “la posmodernidad puede estar reencontrando en el formato del diccionario una manera contemporánea de reordenar el conocimiento”.
La empresa del catedrático de la Universidad de San Pablo –donde introdujo los estudios de acción cultural y fundó y coordinó el Observatorio de Políticas Culturales– no es entregar recetas fáciles de digerir, aunque sea lo que normalmente se pida en el delivery de la política cultural. Las entradas del Diccionario... –que contienen el significado de la palabra o expresión, un comentario crítico sobre el uso que se hace y un cuerpo de referencias bibliográficas– abren puertas y revuelven el campo plantado.
Coelho tiene los ojos apenas velados por el cansancio del trajín del II Festival Internacional de Literatura en Buenos Aries (Filba). Antes de su diálogo de hoy en el Malba, con Néstor García Canclini, acerca de si puede haber todavía creatividad en las políticas culturales, el director y fundador de la Editorial Documentos y actual curador general del Museo de Arte Contemporáneo de San Pablo cuenta que conoció a León Ferrari cuando éste se fue a vivir a Brasil para escapar de la situación trágica que se vivía en la Argentina de los años ’70.
“Mantuvimos una relación muy cercana en esos años”, recuerda Coelho en la entrevista con Página/12. “Aprendí entonces a apreciar su arte y a conocer su amplia historia personal y familiar, que aparece un poco en mi último libro, História Natural da Ditadura, una novela a pesar de lo que sugiere el título.
El arte de León es un ejemplo de las dimensiones saludables del arte frente a la cultura. La cultura mantiene, refuerza lo que existe, controla, acoge, reconforta, y eso está bien en ciertas circunstancias. Pero el arte sacude el terreno sobre el que estamos parados, desorienta –para llevarnos a pensar de otro modo–, espanta, inquieta, deshace. El arte de León incomoda, se mete con lo más íntimo de nosotros. Es un gran arte, hecho por un espíritu inquieto y una mente lúcida, dolorosamente lúcida.”
–En el prefacio del Diccionario... señala que lo que se descubrió el 11 de septiembre de 2001 fue “la negatividad de la cultura”. ¿Por qué cree que se olvida el conflicto en la cultura?
–Vivimos tiempos de simplificación, en los que impera lo políticamente correcto. Con el declive de la experiencia religiosa formal en Occidente y la corrosión de las banderas ideológicas de los siglos XIX y XX, la cultura emergió como tabla de salvación y como objeto de manipulación. Los nuevos discursos a favor de la cultura, entendida como vector del desarrollo, prefieren destacar su positividad en su esfuerzo por convencer a los gobiernos y a los patrocinadores de invertir dinero en ese terreno. Los intelectuales de diversa orientación optan por ocultar el conflicto entre las culturas y lo que pueden contener de negativo. Se prefiere olvidar que en el siglo XXI todavía se mata por cultura tanto o más que por dinero. Y se alimenta la impresión de que todo lo que es “cultural”, por ser “cultural” es bueno y deber ser respetado. No es así.
–El escritor Claudio Magris observó que la identidad nacional, disfrazada de frontera, cobra sus tributos de sangre. En un momento en que los derechos culturales entraron en escena para quedarse, ¿qué reflexión puede hacer sobre la criminalización de los inmigrantes en Arizona y la expulsión de las comunidades gitanas en Francia?
–Es un tema que adopta aspectos distintos en cada caso. Lo que queda claro es que la idea de una “ciudadanía del mundo” está lejos de concretarse. Las personas están aún presas de un país, de una etnia, de una religión. No debe sorprender que el miedo o la incomodidad frente al “otro”, por motivos culturales o económicos, continúe y crezca. El integrismo de un lado alimenta el integrismo del otro lado. Países que reciben inmigrantes los quieren menos integrados (Inglaterra) o más integrados (Francia) a la cultura local. Ese proceso debería darse sin que los inmigrantes tuviesen que deshacerse de su cultura; aunque sin negar cierto grado de adaptación a la cultura que los recibe; a sus leyes, como mínimo. El racismo puro y llano sigue vivo y es alimentado en todos lados.
–Usted recuerda que con Sarkozy se creó un Ministerio de la Inmigración, Integración, Identidad Nacional y Desarrollo y que en Brasil Lula tiene una “Secretaría de la identidad y de la diversidad cultural”. En Francia, los intelectuales firmaron un manifiesto por el cual pedían que no incorporara la mención a la “identidad nacional” en el Ministerio de la Inmigración. ¿Por qué en Brasil no hubo ninguna protesta semejante?
–En Brasil hoy no hay oposición. La oposición partidaria no fue practicada en los ocho años del gobierno de Lula. No existe por falta de ideas, por intereses creados en la repartición del poder, por el temor de desgastar al elector de Lula. La mayoría de los intelectuales brasileños no actúan como intelectuales, piensan como el partido o de acuerdo con la corriente dominante. En la universidad, en los periódicos, casi todos tienen miedo de ser políticamente incorrectos y de levantarse frente a lugares comunes como el de la identidad y su supuesto valor intocable. “Pensar como se está acostumbrado” es lo que explica el inmovilismo de la intelectualidad brasileña en estos momentos.
–¿Qué papel deberían tener el Estado y la sociedad civil?
–El Estado siempre quiere lo Uno, como recuerda Godard, mientras que la sociedad civil, al estar más cerca del individuo, acepta la diversidad con mayor facilidad. Un mayor espacio para la sociedad civil resulta indispensable. Del lado del individuo, es necesario pensar con su propia cabeza, con una cabeza actual, y no basada en los modelos librescos del siglo XIX. Suele decirse que las ideologías se terminaron. Sin embargo, siguen firmes y fuertes en las ciencias humanas. Cualquier científico “duro”, físico, químico, está dispuesto a someter a crítica sus creencias –y la realidad que estudia– cada dos o cinco años por lo menos. El “científico” de las ciencias humanas suele pensar que su conocimiento es eterno, válido para todo y para siempre. No está dispuesto a aceptar las refutaciones que provienen de otras disciplinas o de la realidad misma, y está aún menos dispuesto a refutarse a sí mismo. Esa es una caricatura de científico.
–A propósito de la cita a Wittgenstein, “es necesario siempre pensar desde otro punto de vista”, ¿desde qué puntos de vista cree que hay que pensar las políticas culturales en América latina?
–Un ejemplo es la demonización del mercado cultural en Brasil, al que se describe como el Mal principal. Ahora bien, Shakespeare escribió para el mercado, Woody Allen hace películas fantásticas conforme a las leyes del mercado. El Estado no es el único que sabe lo que puede o debe hacerse en cultura. Es necesario descentralizar los polos de decisión sobre lo que debe hacerse en cultura. Y las nuevas ideas en política cultural, como la de los derechos culturales, deben ser comprendidas en su alcance real, no de forma restrictiva. “Usted tiene derecho a participar de su vida cultural.” Perfecto, pero, ¿y si quiero participar en la vida cultural del otro? Ayudaría mucho no colocar la cultura y el arte al servicio de metas que no son necesariamente las suyas, como la inclusión social. Pero de hecho retrocedemos en el tiempo, todo el tiempo.
–¿Cómo conciliar la cuestión de la innovación con el hecho de que la política cultural esté muchas veces más orientada a preservar que a innovar?
–El “preservacionismo”, apoyado en la idea de patrimonio nacional o de grupos, es tomado como un valor en sí y para sí, y es uno de los grandes problemas no advertidos de la política cultural. Durante la dictadura que controló Brasil entre 1964 y 1985, ése fue el campo que mayor apoyo recibió. Y todavía hoy es el que domina. Representa lo políticamente correcto en política cultural. La innovación sucede al margen de las instituciones y de la política cultural, de los gobiernos y de las empresas que “apoyan” la cultura. Se olvida que el campo de la cultura es justamente “el campo de aquello que puede cambiar”. Hoy solamente el arte tiene ese privilegio y no debería ser así. El deseo de proteger y preservar adopta extremos dignos de risa: ¿qué significa declarar “patrimonio universal” un cierto plato nacional de comida? ¿Que ya no va a cambiar nunca (risas)? ¿O no significa nada, es apenas un gesto político vacío, como tantos otros? Lo ridículo bate records.
Fuente Página 12
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