La perspectiva del poder
El insignificante significado
Raoul Vaneigem
La historia actual recuerda a ciertos personajes de dibujos animados, a
los que una alocada carrera arrastra repentinamente por encima del vacío sin que
se den cuenta, de modo que sólo la fuerza de su imaginación les permite flotar
a tanta altura; pero cuando se aperciben de ello, caen inmediatamente.
Al igual que los personajes de Bosustov, el pensamiento actual ha dejado
de flotar por la fuerza de su propio espejismo. Lo que antes lo había elevado,
hoy lo rebaja. A todo correr se lanza al encuentro de la realidad que lo
romperá, la realidad cotidianamente vivida.
¿La lucidez que se anuncia posee una esencia nueva? No lo creo. La
exigencia de una luz más viva sigue emanando de la vida cotidiana, de la
necesidad, percibida por todos, de armonizar su ritmo de paseante y la marcha
del mundo. Contienen más verdades las veinticuatro horas de la vida de un
hombre que todas las filosofías. Ni un filósofo consigue ignorarlo, por más
menosprecio con que se trate; y este menosprecio se lo enseña la consolación de
la filosofía. A fuerza de girar sobre sí mismo, aupándose sobre sus hombros
para lanzar más alto su mensaje al mundo, el filósofo acaba por captar este
mundo al revés; y todos los seres y todas las cosas se encuentran al revés,
cabeza abajo, para persuadirlo de que él es quien se encuentra de pie, en buena
posición. No obstante permanece en el centro de su delirio; no comprenderlo
sólo sirve para hacer más incómodo su delirio.
Los moralistas de los siglos XVI y XVII reinan sobre un amasijo de banalidades, pero su cuidado por disimularlo es tan grande que edifican en torno a aquéllas todo un palacio de yeso y especulaciones. Un palacio ideal abriga y aprisiona la experiencia vivida. De ahí surge una fuerza de convicción y de sinceridad que el tono sublime y la ficción del “hombre universal” reaniman, pero con un perpetuo aliento de angustia. El analista se esfuerza por escapar de la esclerosis gradual de la existencia mediante una profundidad esencial; y cuanto más se abstrae de sí mismo, expresándose según la imaginación dominante de su siglo (el espejismo feudal en el que se unen indisociablemente Dios, el poder real y el mundo), tanto más su lucidez fotografía el rostro oculto de la vida y tanto más inventa la cotidianeidad.
La filosofía de
Ahora los analistas están en la calle. La lucidez no es su única arma.
¡Su pensamiento ya no corre el peligro de aprisionarse en la falsa realidad de
los dioses ni en la falsa realidad de los tecnócratas!
Las creencias religiosas ocultaban el hombre a sí mismo, su bastilla los
encerraba en un mundo piramidal en el que Dios era la cumbre y el rey la
altura. Ojalá hubiera aparecido en el 14 de Julio suficiente libertad sobre las
ruinas del poder unitario para impedir que las propias ruinas construyeran una
prisión. Bajo el velo lacerado de las supersticiones no apareció, como soñaba
Meslier, la verdad desnuda, sino la liga viscosa de las ideologías. Los
prisioneros del poder parcelario no tienen más recurso contra la tiranía que la
sombra de la libertad.
Ni un gesto, ni un pensamiento que no se enzarce hoy en la red de los tópicos. La lenta recaída de ínfimos fragmentos salidos del estallido del viejo mito esparce por doquier el polvo de lo sagrado, un polvo que enferma de silicosis el espíritu y la voluntad de vivir. Las presiones han pasado a ser menos ocultas, más groseras, menos poderosas, más numerosas. La docilidad ya no emana de una magia clerical, procede de una multitud de menudas hipnosis: información, cultura, urbanismo, publicidad, sugestiones condicionantes al servicio de todo orden actual y futuro. Es, atado el cuerpo por todas partes, Gulliver, tumbado en la orilla de Liliput, decidido a liberarse, paseando en torno a él su atenta mirada; el menor detalle, la menor aspereza del suelo, el menor movimiento, no hay nada que no revista la importancia de un índice del que dependerá su salvación. En lo familiar nacen las más seguras posibilidades de libertad. ¿Ocurrió alguna vez de manera distinta? El arte, la ética y la filosofía lo demuestran: bajo la corteza de las palabras y de los conceptos, aparece siempre la realidad viva de inadaptación al mundo, agazapada, pronta a saltar. Ya que ni los dioses ni las palabras consiguen hoy cubrirla púdicamente, esa banalidad se pasea desnuda por las estaciones y los solares; se os acerca a cada recoveco de vosotros mismos, os coge por el hombro, por la mirada; y comienza el diálogo. Hay que perderse en ella o salvarla consigo mismo.
Demasiados cadáveres adornan los caminos del individualismo y del
colectivismo. Bajos dos razones aparentemente opuestas reinaba un mismo
bandolerismo, una misma opresión del hombre abandonado. Sabemos que la misma
mano que sofoca a Lautreámont estrangula a Serguéi Esenin. Uno muere en el
apartamento del propietario Jules-François Dupuis, otros se ahorca en un hotel
nacionalizado. En todas partes se cumple la ley “no hay un arma de tu voluntad
individual que, manejada por otros, no se vuelva inmediatamente contra ti”. Si
alguien dice o escribe que ahora conviene sustentar la razón práctica en los
derechos del individuo y sólo del individuo, se condena en sus opiniones si no
incita inmediatamente a su interlocutor a sustentar por sí mismo la prueba de
lo que acaba de decir. Ahora bien, dicha prueba sólo puede ser vivida y
empuñada desde dentro. Por ello no hay nada en las notas siguientes que no deba
ser experimentado y corregido por la experiencia inmediata de cada cual. Nada
tiene tanto valor que no deba ser recomenzado, nada tanta riqueza que no deba
ser enriquecido incesantemente.
De la misma manera que se distingue en la vida privada entre lo que un
hombre piensa y dice de sí mismo y lo que es y hace realmente, no hay nadie que
no haya aprendido a distinguir entre la fraseología y las pretensiones
mesiánicas de los partidos y su organización, sus intereses reales; entre lo
que creen ser y lo que son. La ilusión que un hombre mantiene sobre sí mismo y
sobre los demás no es básicamente distinta de la ilusión que grupos, clases o
partidos alimentan en torno a sí y en sí mismos. Más aún, surgen de una única
fuente: las ideas dominantes, que son las ideas de la clase dominante, incluso
bajo su forma antagónica.
El mundo de los ismos que envuelve a toda la humanidad o a cada ser en particular, no es más que un mundo privado de la realidad, una seducción terriblemente real de la mentira. El triple aplastamiento de
¿Qué tendría yo que hacer en un grupo de acción que me impusiera dejar
en el vestuario no digo algunas ideas -pues serían mis ideas las que me
inducirían a unirme al grupo en cuestión- sino los sueños y los deseos de los
que jamás me separo, o una voluntad de vivir auténticamente y sin límites?
Cambiar de aislamiento, cambiar de monotonía, cambiar de mentira, ¡qué más da!
Donde la ilusión se convierte en insoportable. Ahora bien, éstas son las
condiciones actuales: la economía no cesa de empujarnos a consumir más y más, a
consumir sin tregua; el cambio de ilusión a un ritmo acelerado disuelve poco a
poco la ilusión de cambio. Uno se encuentra solo, sin haber cambiado, congelado
en el vacío producido por una cascada de gadgets, de Volkswagen y de pocket
books.
Las gentes sin imaginación se fatigan de la importancia conferida al confort, a la cultura, a las diversiones, a lo que destruye la imaginación. Lo cual significa que no se cansan del confort, la cultura o de las diversiones, sino del uso que de ellos se hace y que impide precisamente disfrutarlos.
El estado de abundancia es un estado de vouyerismo. A cada cual corresponde su caleidoscopio: un ligero movimiento de los dedos y la imagen se transforma. Se gana de todas las maneras: dos frigoríficos, un Dauphine, la televisión, un ascenso, tiempo que perder...Después la monotonía de las imágenes consumidas toma ventaja, nos remite a la monotonía del gesto que las suscita, a la ligera rotación que el pulgar y el índice imprimen al caleidoscopio. No había un Dauphine sino tan sólo una ideología sin relación – o casi- con la máquina automóvil. Atiborrado de “Johnny Walker, el whisky de élite”, se padecía, en extraña mezcla, el efecto del alcohol y de la lucha de clases. Ya no hay nada de que extrañarse, ¡éste es el drama! La monotonía del espectáculo ideológico nos remite ahora a la pasividad de la vida, a la supervivencia. Más allá de los escándalos prefabricados aparece un escándalo positivo, el de los gestos desprovistos de su sustancia en favor de una ilusión cuyo atractivo perdido hace cada día más odiosa. Gestos fútiles y apagados a fuerza de haber alimentado brillantes compensaciones imaginarias, gestos pauperizados a fuerza de enriquecer elevadas especulaciones donde entraban como criadas para todo, bajo la infamante categoría de trivial y banal, gestos ahora liberados y desfallecientes, dispuestos a extraviarse de nuevo, o a perecer bajo el peso de su debilidad. Helos aquí, en cada uno de vosotros, familiares, tristes, nuevamente entregados a la inmediata y móvil realidad, que es su medio espontáneo. Y contemplaos extraviados y entrampados en un nuevos prosaísmo, en una perspectiva donde lo próximo y lo lejano coincidan.
Bajo una forma concreta y táctica, el concepto de lucha de clases ha
constituido la primera reagrupación de los choques y desajustes vividos
individualmente por los hombres; ha nacido del torbellino de sufrimientos que
la reducción suscitaba en todas las sociedades industriales. Ha surgido de una
voluntad de transformar el mundo y de cambiar la vida.
Un arma así exigía un perpetuo reajuste. Y, en cambio, ¿no vemos ya como
Los que hablan de revolución y de luchas de clases sin referirse explícitamente a la vida cotidiana, sin comprender lo que hay de subversivo en el amor y de positivo en el rechazo de las obligaciones, tienen un cadáver en la boca.
(...)
Fragmento - Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones - Raoul Vaneigem
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