El malestar en la ciudad; imaginarios, cartografía de las emociones escindidas y crisis del proyecto urbano
1era parte
Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso – Universidad Complutense de Madrid
Versión prologada para Escáner Cultural del artículo “El vértigo de la sobremodernidad; no lugares, espacios públicos y figuras del anonimato”, publicado recientemente en DU&P Revista de Diseño Urbano y Paisaje, Universidad Central de Chile, Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Paisaje, FAUP, ISSN 0717- 9758, Volumen IV, Nº10, 2007.
El “proyecto urbano” es otra de las derivas identitarias del Chile actual; improvisado, inconcluso y sobremoderno. La ciudad en tanto espacio y escenario para la vida no es una preocupación de la política actual. El mercado –por denominar así a ciertas empresas licitadoras del Transantiago– ha gerenciando la ciudad con inusitado genio y sentido del humor, entre “bromas”, “equivocaciones tecnocráticas” y medidas utilitaristas han puesto a la población de Santiago, a través del trazado urbano de los trayectos de movilización, a desplegar un happening de dimensiones colosales, una paroxista comedia de equivocaciones -cercana al género del absurdo-. Este ha sido el particular tratamiento del espacio público en la ciudad capital de un país que se acerca a su bicentenario y parece preparar conmemoraciones que le instalen de vuelta en la pre-modernidad.
La ciudad como hecho colectivo se manifiesta, fundamentalmente, en la red de espacios públicos y telemáticos que la constituyen, en el trazado de sus redes de telecomunicaciones y transportes. La interrogación por los nuevos sentidos del espacio público adquiere así una dimensión antropológica y estética. Interrogar sobre la ciudad es preguntarse sobre el ser humano y su modo particular de ser en el mundo, esto es, como habitante de espacios; espacios que lo cobijen y lo proyecten.
El límite dónde empieza la ciudad y acaba el hombre es difuso, por ello resulta relevante llevar a cabo una reflexión no sobre esta o aquella ciudad, sino sobre la ciudad como concepto. La ciudad desafía de continuo al ser humano no sólo a habitarla sino a imaginarla y planearla como marco y fundamento para los nuevos modos de organizar la convivencia, según un plano regulador existencial. La íntima relación entre desarrollo humano y urbanístico requiere de un proyecto social y urbano, en el que las categorías éticas y estéticas se constituyan en su fundamento y punto de convergencia.
Pensar en los lugares y las formas urbanas de relación –la circulación acelerada de personas– permite definir los nuevos modos de ser humano, constatar la nuevas formas de soledad y aislamiento en una urbe sobrepoblada, la incomunicación del individuo en medio de las redes y las carreteras de la información, el entrecruzamiento de producciones socioestéticas diversas que producen ciudades metafóricas y fragmentadas, donde la heterogeneidad y la dispersión de los signos identitarios patrios nos convierte a unos respecto de otros en transeúntes que apenas intercambian huidizas miradas, desfigurados, con un rostro velado, verdaderas espectros, figuras del anonimato, desposeídos de nuestra identidad por la celeridad de nuestros desplazamientos reales o virtuales.
1.- Rostros y figuras del anonimato.
Todos aquellos espectadores, ansiosos de intimidades que asaltaban los museos antiguos como quien allana una vivienda burguesa, todos aquellos decepcionados por el lenguaje plano y discreto de la pintura abstracta, todos los espectadores corrientes del arte moderno se quedan sin palabras ante la patética soledad de los personajes que pululan en obras como las de Edward Hooper. Aunque Hopper mismo no lo supiese, lo que pintaba era un mundo sin salida, donde sus habitantes estaban atrapados.
Todos sus cuadros parecen encerrarse en una impotencia tranquila, resignada, que fluye desde el rostro de las figuras solitarias o se disemina por las escenas urbanas, de gasolineras abandonadas. De los perfiles velados por la melancolía y el clima, de la ‘American Scene’, fría e impersonal, como si el lienzo fuera el registro agujereado por la descarga a quemarropa de dos gangsters al amanecer. Nunca un espacio público apareció tan desolado. La vulnerable intimidad de los ‘Halcones de la noche’ nunca fue más vacía, nunca el espacio público estuvo habitado por fantasmas de una identidad más declinada.
Los cuadros modernos están llenos de rostros sin perfiles, son los espacios del anonimato. En nuestra sociedad de la masificación, en la que la mayoría de las personas portan el rostro del anonimato, en calidad de sujetos estadísticos, el espacio público se comporta no como un espacio social, determinado por estructuras y jerarquías, sino como un espacio en muchos sentidos protosocial, un espacio previo a lo social al tiempo que su requisito, premisa escénica de cualquier sociedad.
El espacio público es aquél en el que el sujeto que se objetiva, que se hace cuerpo, que reclama y obtiene el derecho de presencia, se nihiliza, se convierte en una nada ambulante e inestable. Ese cuerpo lleva consigo todas sus propiedades, tanto las que proclama como las que oculta, tanto las reales como las que simula, las de su infamia como las de su honra, y con respecto a todas esas propiedades lo que reclama es la abolición tanto de unas como otras, puesto que el espacio en que ha irrumpido es anterior y ajeno a todo esquema fijado, a todo lugar, a todo orden establecido.
Quien se ha hecho presente en el espacio público ha desertado de su sitio y transcurre por lo que por definición es una tierra de nadie, ámbito de la pura disponibilidad, de la pura potencia, de la posibilidad como del riesgo, territorio huidizo –la calle, el vestíbulo de estación, la playa atestada de gente, el pasillo que conecta líneas de metro, el bar, la grada del estadio– en el más radical anonimato de la aglomeración, donde el único rol que le corresponde es el de tan sólo circular. Ese espacio cognitivo que es la calle obedece a pautas que van más allá -o se sitúan antes, de las lógicas institucionales y de las causalidades orgánico-estructurales, trascienden o se niegan a penetrar el sistema de las clasificaciones identitarias, dado que se auto-regulan a partir de un repertorio de negociaciones y señales autómatas.
Las relaciones de tránsito consisten en vínculos ocasionales entre “conocidos” o simples extraños, con frecuencia en marcos de interacción mínima, en el límite mismo de no ser relación en absoluto. Aquí se esta librado a los avatares de la vida pública, entendida como la serie de interacciones casuales, espontáneas, consistentes en mezclarse durante y por causa de las actividades ordinarias. Las unidades que se forman surgen y se diluyen continuamente, siguiendo el ritmo y el flujo de la vida diaria, lo que causa una trama inmensa de interacciones efímeras que se entrelazan siguiendo reglas a veces explícitas, pero también latentes e inconscientes.
Los protagonistas de la interacción transitoria no se conocen, no saben nada el uno del otro, y es en razón de esto que aquí se gesta la posibilidad de albergarse en el anonimato, en esta especie de película protectora que hace de su auténtica identidad, de sus secretos que lo incriminan o redimen, o de igual forma, de sus verdaderas intenciones, como terrorista, turista, misionero o emigrante, un arcano para el otro.
Continuará...
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1era parte
Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso – Universidad Complutense de Madrid
Versión prologada para Escáner Cultural del artículo “El vértigo de la sobremodernidad; no lugares, espacios públicos y figuras del anonimato”, publicado recientemente en DU&P Revista de Diseño Urbano y Paisaje, Universidad Central de Chile, Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Paisaje, FAUP, ISSN 0717- 9758, Volumen IV, Nº10, 2007.
El “proyecto urbano” es otra de las derivas identitarias del Chile actual; improvisado, inconcluso y sobremoderno. La ciudad en tanto espacio y escenario para la vida no es una preocupación de la política actual. El mercado –por denominar así a ciertas empresas licitadoras del Transantiago– ha gerenciando la ciudad con inusitado genio y sentido del humor, entre “bromas”, “equivocaciones tecnocráticas” y medidas utilitaristas han puesto a la población de Santiago, a través del trazado urbano de los trayectos de movilización, a desplegar un happening de dimensiones colosales, una paroxista comedia de equivocaciones -cercana al género del absurdo-. Este ha sido el particular tratamiento del espacio público en la ciudad capital de un país que se acerca a su bicentenario y parece preparar conmemoraciones que le instalen de vuelta en la pre-modernidad.
La ciudad como hecho colectivo se manifiesta, fundamentalmente, en la red de espacios públicos y telemáticos que la constituyen, en el trazado de sus redes de telecomunicaciones y transportes. La interrogación por los nuevos sentidos del espacio público adquiere así una dimensión antropológica y estética. Interrogar sobre la ciudad es preguntarse sobre el ser humano y su modo particular de ser en el mundo, esto es, como habitante de espacios; espacios que lo cobijen y lo proyecten.
El límite dónde empieza la ciudad y acaba el hombre es difuso, por ello resulta relevante llevar a cabo una reflexión no sobre esta o aquella ciudad, sino sobre la ciudad como concepto. La ciudad desafía de continuo al ser humano no sólo a habitarla sino a imaginarla y planearla como marco y fundamento para los nuevos modos de organizar la convivencia, según un plano regulador existencial. La íntima relación entre desarrollo humano y urbanístico requiere de un proyecto social y urbano, en el que las categorías éticas y estéticas se constituyan en su fundamento y punto de convergencia.
Pensar en los lugares y las formas urbanas de relación –la circulación acelerada de personas– permite definir los nuevos modos de ser humano, constatar la nuevas formas de soledad y aislamiento en una urbe sobrepoblada, la incomunicación del individuo en medio de las redes y las carreteras de la información, el entrecruzamiento de producciones socioestéticas diversas que producen ciudades metafóricas y fragmentadas, donde la heterogeneidad y la dispersión de los signos identitarios patrios nos convierte a unos respecto de otros en transeúntes que apenas intercambian huidizas miradas, desfigurados, con un rostro velado, verdaderas espectros, figuras del anonimato, desposeídos de nuestra identidad por la celeridad de nuestros desplazamientos reales o virtuales.
1.- Rostros y figuras del anonimato.
Todos aquellos espectadores, ansiosos de intimidades que asaltaban los museos antiguos como quien allana una vivienda burguesa, todos aquellos decepcionados por el lenguaje plano y discreto de la pintura abstracta, todos los espectadores corrientes del arte moderno se quedan sin palabras ante la patética soledad de los personajes que pululan en obras como las de Edward Hooper. Aunque Hopper mismo no lo supiese, lo que pintaba era un mundo sin salida, donde sus habitantes estaban atrapados.
Todos sus cuadros parecen encerrarse en una impotencia tranquila, resignada, que fluye desde el rostro de las figuras solitarias o se disemina por las escenas urbanas, de gasolineras abandonadas. De los perfiles velados por la melancolía y el clima, de la ‘American Scene’, fría e impersonal, como si el lienzo fuera el registro agujereado por la descarga a quemarropa de dos gangsters al amanecer. Nunca un espacio público apareció tan desolado. La vulnerable intimidad de los ‘Halcones de la noche’ nunca fue más vacía, nunca el espacio público estuvo habitado por fantasmas de una identidad más declinada.
Los cuadros modernos están llenos de rostros sin perfiles, son los espacios del anonimato. En nuestra sociedad de la masificación, en la que la mayoría de las personas portan el rostro del anonimato, en calidad de sujetos estadísticos, el espacio público se comporta no como un espacio social, determinado por estructuras y jerarquías, sino como un espacio en muchos sentidos protosocial, un espacio previo a lo social al tiempo que su requisito, premisa escénica de cualquier sociedad.
El espacio público es aquél en el que el sujeto que se objetiva, que se hace cuerpo, que reclama y obtiene el derecho de presencia, se nihiliza, se convierte en una nada ambulante e inestable. Ese cuerpo lleva consigo todas sus propiedades, tanto las que proclama como las que oculta, tanto las reales como las que simula, las de su infamia como las de su honra, y con respecto a todas esas propiedades lo que reclama es la abolición tanto de unas como otras, puesto que el espacio en que ha irrumpido es anterior y ajeno a todo esquema fijado, a todo lugar, a todo orden establecido.
Quien se ha hecho presente en el espacio público ha desertado de su sitio y transcurre por lo que por definición es una tierra de nadie, ámbito de la pura disponibilidad, de la pura potencia, de la posibilidad como del riesgo, territorio huidizo –la calle, el vestíbulo de estación, la playa atestada de gente, el pasillo que conecta líneas de metro, el bar, la grada del estadio– en el más radical anonimato de la aglomeración, donde el único rol que le corresponde es el de tan sólo circular. Ese espacio cognitivo que es la calle obedece a pautas que van más allá -o se sitúan antes, de las lógicas institucionales y de las causalidades orgánico-estructurales, trascienden o se niegan a penetrar el sistema de las clasificaciones identitarias, dado que se auto-regulan a partir de un repertorio de negociaciones y señales autómatas.
Las relaciones de tránsito consisten en vínculos ocasionales entre “conocidos” o simples extraños, con frecuencia en marcos de interacción mínima, en el límite mismo de no ser relación en absoluto. Aquí se esta librado a los avatares de la vida pública, entendida como la serie de interacciones casuales, espontáneas, consistentes en mezclarse durante y por causa de las actividades ordinarias. Las unidades que se forman surgen y se diluyen continuamente, siguiendo el ritmo y el flujo de la vida diaria, lo que causa una trama inmensa de interacciones efímeras que se entrelazan siguiendo reglas a veces explícitas, pero también latentes e inconscientes.
Los protagonistas de la interacción transitoria no se conocen, no saben nada el uno del otro, y es en razón de esto que aquí se gesta la posibilidad de albergarse en el anonimato, en esta especie de película protectora que hace de su auténtica identidad, de sus secretos que lo incriminan o redimen, o de igual forma, de sus verdaderas intenciones, como terrorista, turista, misionero o emigrante, un arcano para el otro.
Continuará...
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