Foto: Leo FDK 2011 |
En mal de cultura
por Cornelius Castoriadis
Nada más urgente para quienes piensan vivir en una sociedad democrática, que preguntarse acerca del lugar de la cultura en su sociedad, mucho más si tomamos nota que asistimos, aparentemente, a una difusión sin precedente de eso que llamamos cultura, al mismo tiempo que se desarrolla una crítica sobre aquello que es difundido con ese nombre y sobre los canales mismos de difusión.
Hay un modo de responder a la pregunta, que en verdad es una manera de esquivarla. Consiste, desde hace dos siglos, en afirmar que la especificidad del lugar de la cultura en una sociedad democrática –por oposición en lo que ocurre en las sociedades no democráticas- consiste únicamente en eso, que aquí la cultura es “para todos”, y entonces puede ser tomada bajo su aspecto cuantitativo: la cultura existente debe ser puesta a disposición de “todos”, no solamente “jurídicamente” (lo que no era el caso en el Egipto faraónico), sino también en el sentido sociológico, en el sentido de su accesibilidad efectiva (para lo que supuestamente sirve hoy la educación universal, gratuita y obligatoria, como también los museos, conciertos, etc).
Pero también se puede tomar ese “para todos” sociológico en otro sentido, más fuerte aún: considerar que la cultura existente es un producto de clase, hecha por y para los sectores dominantes de la sociedad, y exigir una “cultura para las masas”. Así ocurrió, lo sabemos, en la teoría y en la práctica del Prolekult de Rusia, durante los primeros años de la revolución de 1917, y en la mistificación y el horror de las prácticas stalinistas posteriores.
No discutiré aquí esa concepción, sino que pienso, insisto, en las condiciones democráticas de la cultura. De hecho, el término cultura como la palabra democracia, remiten a una serie de cuestiones interminables. Nos contentaremos con formular solo algunas de esas preguntas. Llamemos cultura a todo lo que en el dominio público de una sociedad, va más allá de lo simplemente funcional o instrumental, y que presenta una dimensión invisible, o mejor, intangible, positivamente investida por los individuos de esa sociedad.
Dicho de otro modo, eso que en una sociedad, se mantiene como imaginario stricto sensu, el imaginario poïetico, tal como se encarna en las obras y las conductas que van más allá de lo funcional. No hace falta aclarar que la distinción entre funcional y poïetico no es material. El término democracia se presta a infinitamente más discusiones, por su propia naturaleza y porque ha sido, desde siempre, un cruce de debates y de luchas políticas. En nuestro siglo, todo el mundo, incluidas la tiranías más sangrientas –con la excepción de nazis y fascistas- se declaman como democráticos. Podríamos intentar salir de esa cacofonía recurriendo a la etimología: democracia, el kratos del demos, el poder del pueblo. Cierto, la filología no puede saldar los conflictos políticos, pero al menos debe incitarnos a preguntarnos: ¿dónde, en qué país se ve cumplida la idea del poder del pueblo?
Ese poder, lo vemos sin embargo afirmado, bajo el nombre de soberanía del pueblo, en las constituciones de todos los países llamados “democráticos”. Dejando de lado, por un momento, la eventual duplicación de esta afirmación, apoyémonos en la letra para extraer una afirmación que pocos se animarían a refutar: en una democracia, el pueblo es soberano, a saber, hace las leyes y la ley, a saber otra vez, la sociedad hace sus instituciones y su institución; ella es autónoma, ella se auto-instituye. Pero como toda sociedad se auto-instituye, deberemos agregar: se auto-instituye, al menos en parte, explícitamente y reflexivamente. Volveré sobre este último término. En todo caso, reconoce en sus reglas, sus normas, sus valores, sus significaciones, sus valores, sus propias creaciones, deliberadas o no.
Esta autonomía, esta libertad, implica y a la vez supone a la autonomía, la libertad de los individuos. Pero esta, apoyada en la ley, la constitución, las declaración de derechos del hombre y del ciudadano, reposa en última instancia, de jure y de facto, en la ley colectiva, formal e informal. La libertad individual efectiva debe ser decidida por una ley –incluso si se llama de “derechos del hombre”- que ningún individuo podría proponer o sancionar. En el marco de esa ley, el individuo puede, a su turno, definir por él mismo las normas, los valores, el significado por los que intentará modelar su propia vida y darle un sentido. Esta autonomía o auto-institución explícita, que aparece por primera vez en las cités democráticas griegas, y reaparece, mucho más ampliamente, en el mundo occidental moderno, marca la ruptura que implica la creación de la democracia, con respecto a los regimenes anteriores.
Si las obras y sus creadores están, por decirlo de algún modo, al servicio de las significaciones instituidas, los públicos de esas sociedades reencuentra la confirmación y la ilustración de los valores colectivos y tradicionales. Y eso entra en consonancia con los el modo específico de la temporalidad cultural en las sociedades, a saber, la extrema lentitud y el carácter retraído, subterráneo de la alteración de estilos y contenidos, paralelo y casi sincrónico, a los de la propia lengua.
La creación de la democracia, aún como un simple germen frágil, altera radicalmente la situación anterior. Igual que, como ha sido muchas veces dicho, el ser es Caos, Abismo, sin fondo, pero también creación no predeterminada que supone que además de un caso hay un cosmos, un mundo al que pertenece el ser. El “sentido” del que lo humano quiere, debe, siempre investir al mundo, su sociedad, su persona y su propia vida no es más que esa formación, esa Bildung, esta puesta en orden, ensayo perpetuamente en peligro de tomar al todo como un orden, una organización.
Cuando el hombre se organiza poieticamente, da una forma al caos, y este dar forma al caos –que es la mejor forma de definir a la cultura- se manifiesta de manera evidente en el caso del arte. Esta forma es la significación o el sentido.
Ahora bien, la creación democrática suspende
toda fuente transcendente de significación, en todo caso en el dominio público,
pero genera también, como consecuencia, la aparición del individuo “privado”.
La creación democrática implica una interrogación en todos los temas: qué es lo
bello, lo falso, el bien y el mal, lo feo. Allí reside su reflexibidad. Rompe
la clausura de la significación y restaura la de la sociedad viva, su vis
formandi y su libido formando.
Y sin embargo, estamos perturbados por la imposibilidad de imaginar concretamente el contenido de una creación así (en eso reside lo propio de la creación). La filosofía nos muestra que sería absurdo creer que hemos agotado lo pensable, lo formable, igual que sería absurdo proponer límites a la potencia de la formación histórica. Pero eso no quita que podemos observar las veces que la humanidad pasó por momentos de letargos. Quizás este sea uno. Pero ese tiene que ver con quienes están directamente ligados a la cultura: en cierta medida, depende de ellos, de su responsabilidad, de si su trabajo se mantiene fiel a la libertad, podrán contribuir a que esta fase de letargo sea lo más corta posible.
Traducción: Amalia Tujcher.
Cornelius Castoriadis nació en Estambul en 1911 y murió en París en 1977. Publicó más de treinta libros. Es considerado uno de los filósofos más importantes de la segunda mitad del Siglo XX
Fuente: Cuadernos del INADI Nº 5 Octubre de 2011.
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