18 de julio de 2012

Onfray: manifiesto por la vida filosófica - I parte

Manifiesto por la vida filosófica – Michel Onfray


Fragmento de: “Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar” (2003).

1era parte


Leyendo a Homero, soñaba con las sirenas que fascinan a los hombres con sus voces embrujadoras y abandonan, al alba, en los prados que bordean al mar, las osamentas de los imprudentes que sucumbieron a la tentación; encontré tomando notas de Diodoro de Sicilia y Filón de Alejandria, a Pasífae enamorada de un toro divino hasta el punto de pedir al ingenioso Dédalo la fabricación de una ternera mecánica como añagaza en la que ella pudiese arrodillar para recibir la simiente taurina y conocer así la voluptuosidad de las bestias; seguí con Ovidio la metamorfosis de Tiresias, hombre transformado en mujer durante siete otoños por haber desapareado en el bosque a dos serpientes enlazadas, personaje cuya experiencia enseña cómo el placer de las mujeres es nueve veces superior en intensidad al de los hombres; he amado a Argos, el perro de Ulises, cubierto de piojos y tirado sobre el estiércol, desconsolado por la desaparición de su dueño durante dos decenios y muerto después de haberlo reconocido.
Siempre he sentido el interés más vivo por estas figuras, pues ellas expresan nítidamente desde los tiempos más antiguos el ineluctable y peligroso placer del deseo, la naturaleza radicalmente animal del placer, la irreductibilidad del cuerpo del hombre al de la mujer y, finalmente, la fidelidad como un asunto exclusivo de la memoria.

Con estas cuatro certezas, modestas pero definitivas, me consolé un poco de no haber podido nunca resolver verdaderamente por mí mismo -es decir, bajo el puro ángulo masculino- cinco o seis cuestiones, especialmente las siguientes: ¿qué es una mujer?;¿qué se puede planear con el cuerpo del otro que no se sitúe trágicamente bajo el signo de la guerra, del conflicto, y que no tienda por ello a la petrificación en los modelos seculares de la pareja, del matrimonio, de la monogamia, de la procreación y de la fidelidad?; ¿adónde apuntan las semejanzas, dónde se manifiestan las desemejanzas ontológicas entre lo masculino y lo femenino;¿qué pueden y qué quieren los cuerpos del uno y de la otra?;¿las ganas de tener hijos es solamente un deseo femenino que los hombres toleran?;¿el deseo y el placer son sexuados?

Las respuestas contemporáneas a estos enigmas de siempre no cesan de recubrir las preguntas antiguas, como para mejor oscurecer los interrogantes y hacer posibles las soluciones, que no obstante necesitamos: las teorías consumistas de la seducción, el erotismo como aprobación de la vida hasta en la muerte, la sombra producida por el falo del Padre todo poderoso, el deseo instalado de manera cesariana en el inevitable registro re la falta, el rostro que surge en la luz fenomenológica, los gozos activados del falogocentrismo, la triangulación del deseo mimético, la teología negativa de Bafomet, el olor del agua bendita de los devotos de la experiencia-límite, el dispositivo pulsional disparándose al paso de las maquinas deseantes, todos estos archivos recientes, aunque agotados, apagan la voz hoy inaudible pero sin embargo genealógica de los filósofos paganos anteriores al cristianismo, en los cuales encuentro con verdadero contento una materia primitiva susceptible de ser reclamada ahora de manera oportuna. Bajo el fárrago genealógico moderno, la Antigüedad cristalina persiste para ser remontada y restaurada desde la perspectiva de una arqueología reconstructiva.

En este proyecto de regreso a lo antiguo no se trata de realizar un trabajo de exegesis semántica, ni de crítica al modo talmúdico de los textos o de las fuentes, ni de menos comentarios fisiológicos o parafrásisticos plagiados de las costumbres de la tribu universitaria, que se justifican en una retahíla interminable de bibliografías: el texto original vale parta mí como depósito de sustancias esenciales –del engrudo a veces grumoso de los paladines del ideal ascético y colectivo, pero también de la pólvora y de la dinamita de los partidarios del ideal hedonista e individualista-.

El corpus filosófico antiguo funciona de manera extremadamente activa para quien se apropia de él y aspira a una verdadera complicidad intelectual. A mi modo de ver, los pensadores griegos y latinos pertenecen más a los lectores que les piden ayuda para su vida cotidiana que a los forenses que los confiscan para realizar sus lecciones universitarias de anatomía en la atmósfera confinada de las cátedras de la corporación. A Lucrecio hay que vivirlo más que leerlo –y leerlo debe encarase únicamente desde la perspectiva de practicarlo-.

Esta Teoría del cuerpo enamorado procede, pues, del trato con los filosofos de la Antigüedad y también del trato con los autores de esa época que merodean en torno al universo de los pensadores: poetas, fabulistas médicos, historiadores, naturalistas o teólogos. Bajo el signo del bestiario filosófico elaborado tanto por Arquíloco como por Aristóteles, Eliano, Plinio, Esopo y Fedro, la platija platónica, el elefante monógamo y la abeja gregaria que permiten proponer una deconstrucción del ideal ascético, mientras que el pez masturbador cínico, el cerdo epicúreo y el erizo soltero me autorizan a descristianizar las moral desde la perspectiva de una formulación de un materialismo hedonista. En este zoo metafórico de tres zonas, los animales intervienen seis veces según los pliegues de un ritmo contrapuntístico.

Una genealogía del deseo, una lógica del placer y una política de las disposiciones permiten reflexionar, de manera entrecruzada sobre el papel de la falta, del ahorro y del instinto, el gasto y el contrato en la línea del materialismo hedonista.

El conjunto brinda menos una respuesta precisa a las preguntas que siempre me he planteado sobre las mujeres que una tentativa de resolver de manera sosegada el problema de la posible relación entre los sexos. ¿Cómo hablarse para entenderse, encararse sin desfigurarse el rostro, mirarse para quizás tocarse, aprehenderse sin tratarse con dureza? ¿De qué manera amar sin renunciar a la libertad, a la autonomía, a la independencia –y tratando de preservar siempre los mismos valores en el otro-? ¿Se puede conjurar y desmovilizar la lucha y la guerra en provecho de empresas más dulces y más gozosas? ¿Cómo impedir la relación sexuada que sucumbe a la atracción de la violencia?

Para poner un nombre a esta intersubjetividad libertaria cuyo acto inaugural encuentro nítidamente formulado en Lucrecio, me gustaría poder recurrir sin ambigüedad al concepto moderno de libertinaje. Pero actualmente el lastre de la aceptación trivial pesa demasiado sobre esta noción para que pueda utilizarla reivindicado sólo mi inquietud por la etimología.

De otro modo este libro habría podido titularse Tratado de libertinaje. Pues el libertino, en el primer sentido del término, designa al libertino que no pone nada por encima de su libertad. Nunca reconoce ninguna autoridad susceptible de guiarle, ni en el terreno de la religión, ni en el de las costumbres. Vive siempre según los principios de una moral autónoma lo menos apoyada posible en la dominante de la época y de la civilización en la que se mueve. Ni los dioses ni los reyes consiguen sujetarlo –menos aún, pues uno o una compañera en una historia amorosa, sensual, sexual o lúdica-. Así, siguiendo el espíritu de la palabra, el libertinaje –ese arte de ser uno mismo en la relación con el otro- encuentra singularmente su primera forma en el materialismo hedonista epicúreo, y más precisamente en el gran poema de Lucrecio De la naturaleza de las cosas.

El primer paso de mi andadura supone la deconstrucción del ideal ascético: para llevarlo a cabo, trataremos de acabar con los principios de la lógica renunciante que tradicionalmente relacionan el deseo y la falta para después definir la felicidad como lo completo o como la realización en, por y para el prójimo; evitaremos sacrificar la idea que la pareja fusionada propone la fórmula ideal de esta hipotética cima ontológica; casaremos de oponer encarecidamente el cuerpo y el alma, pues este dualismo, que ha resultado un arma de guerra temible en manos de los amantes de la autoflagelación, organiza y legitima esa moral moralizadora articulada sobre una positividad espiritual y una negatividad carnal; renunciaremos a asociar hasta la confusión el amor, la procreación, la sexualidad, la monogamia, la fidelidad y la cohabitación; recusaremos la opción judeocristiana que amalgama lo femenino, el pecado, la falta, la culpabilidad y la expiación; se estigmatizará la convivencia entre el monoteísmo, la misoginia y el orden falocrático; fustigaremos las técnicas de autodesprecio puestas en circulación por las ideologías pitagóricas, platónicas y cristianas –continencia, virginidad, renuncia y matrimonio-, sobre cuyo espíritu se ha erigido nuestra civilización; subvertiremos la familia, esa célula básica primitiva de la política estructuralmente apoyada en ella. Varios siglos de judeocristianismo pueden comprenderse así y luego ser anulado.

Continuará...


ONFRAY, Michel. Teoría del cuerpo enamorado Por una erótica solar. Biblioteca de Filosofía Editora Nacional Madrid, 2003, P: 27-31


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