Roland Barthes y una lección inaugural
Fragmento de La lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del College de France, del 7 de enero de 1977 (Siglo XXI, 1986)
En efecto, aquí se tratará del poder, indirecta mas obstinadamente. La "inocencia" moderna habla del poder como si fuera uno: de un lado los que lo poseen, del otro los que no lo tienen; habíamos creído que el poder era un objeto ejemplarmente político, y ahora creemos que es también un objeto ideológico, que se infiltra hasta allí donde no se lo percibe a primera vista –en las instituciones, en las enseñanzas-, pero que en suma es siempre uno.
Pero, ¿y si el poder fuera plural, como los demonios? "Mi nombre es Legión", podría decir: por doquier y en todos los rincones, jefes, aparatos, masivos o minúsculos, grupos de opresión o de presión; por doquier voces "autorizadas", que se autorizan para hacer escuchar el discurso de todo poder: el discurso de la arrogancia.
Adivinamos entonces que el poder está presente en los más finos mecanismos del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, las opiniones corrientes, los espectáculos, los juegos, los deportes, las informaciones, las relaciones familiares y privadas, y hasta en los accesos liberadores que tratan de impugnarlo: llamo discurso de poder a todo discurso que engendra la falta, y por ende la culpabilidad del que lo recibe.
Algunos esperan de nosotros, intelectuales, que actuemos en toda ocasión contra el Poder; pero nuestra verdadera guerra está en otra parte; está contra los poderes, no se trata de un combate fácil porque, plural en el espacio social, el poder es, simétricamente, perpetuo en el tiempo histórico: expulsado, extenuado aquí, reaparece allá; jamás perece: hecha una revolución para destruirlo, prontamente va a revivir y a rebrotar en el nuevo estado de cosas.
La razón de esta resistencia y de esta ubicuidad es que el poder es el parásito de un organismo transocial, ligado a la entera historia del hombre, y no solamente a su historia política, histórica. Aquel objeto en el que se inscribe el poder desde toda la eternidad humana es el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada: la lengua.
El lenguaje es una legislación, la lengua es su código. No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva: ordo quiere decir a la ver repartición y conminación. Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir.
En nuestra lengua francesa (y se trata de ejemplos groseros) estoy obligado a ponerme primero como sujeto antes de enunciar la acción que no será sino mi atributo: lo que hago no es más que la consecuencia y la consecución de lo que soy; de la misma manera, estoy siempre obligado a elegir entre el masculino y el femenino, y me son prohibidos lo neutro o lo complejo; igualmente estoy obligado a marcar mi relación con el otro mediante el recurso ya sea al tú o al usted: se me niega la suspensión afectiva o social.
Así, por su estructura misma, la lengua implica una fatal relación de alienación. Hablar, y con más razón discurrir, no es como se repite demasiado a menudo comunicar sino sujetar: toda la lengua es una acción rectora generalizadora.
Citaré unas palabras de Renan: "El francés, señoras y señores –decía en una conferencia-, jamás será la lengua del absurdo, y tampoco será una lengua reaccionaria. No puedo imaginar una reacción seria que tenga por órgano al francés". Y bien, a su manera, Renan era perspicaz; adivinaba que la lengua no se agota en el mensaje que engendra; que puede sobrevivir a ese mensaje y hacer que en él se oiga, con una resonancia a veces terrible, algo diferente a lo que dice, sobreimprimiendo a la voz consciente y razonable del sujeto la voz dominadora, testaruda implacable de la estructura, es decir, de la especie en tanto que ella habla.
El error de Renan era histórico, no estructural; creía que la lengua francesa, formada –pensaba él- por la razón, obligaba a la expresión de una razón política que, en su espíritu, no podía ser sino democrática. Pero la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir.
Desde que es proferida, así fuere en la más profunda intimidad del sujeto, la lengua ingresa al servicio de un poder. En ella, ineludiblemente, se dibujan dos rúbricas: la autoridad de la aserción, la gregariedad de la repetición. Por una parte, la lengua es inmediatamente asertiva: la negación, la duda, la posibilidad, la suspensión del juicio, requieren unos operadores particulares que son a su vez retomados en un juego de máscaras de lenguaje: lo que los lingüistas llaman la modalidad no es nunca más que el suplemento de la lengua, eso con lo cual, como en una súplica, trato de doblegar su implacable poder de comprobación. Por otra parte, los signos de que está hecha la lengua sólo existen en la medida en que son reconocidos, es decir, en la medida en que se repiten; el signo es seguidista, gregario.
En cada signo duerme este monstruo: un estereotipo; nunca puedo hablar más que recogiendo lo se arrastra en la lengua. A partir del momento en que enuncio algo, esas dos rúbricas se reúnen en mí, soy simultáneamente amo y esclavo: no me conformo con repetir lo que se ha dicho, con alojarme confortablemente en la servidumbre de los signos: yo digo, afirmo, confirmo lo que repito.
En la lengua, pues, servilismo y poder se confunden ineluctablemente. Si se llama libertad no sólo a la capacidad de sustraerse al poder, sino también y sobre todo a la de no someter a nadie, entonces no puede haber libertad sino fuera del lenguaje. Desgraciadamente, el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Sólo se puede salir de él al precio de lo imposible: por la singularidad mística, según la describió Kierkegaard cuando definió el sacrificio de Abraham como un acto inaudito, vaciado de toda palabra incluso interior, dirigido contra la generalidad, la gregariedad, la moralidad del lenguaje; o también por el amén nietzscheano, que es como una sacudida jubilosa asestada al servilismo de la lengua, a eso que Deleuze llama su manto reactivo.
Pero a nosotros, que no somos ni caballeros de la fe ni superhombres, sólo nos resta, si puedo así decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura.
Fuente: www.revistacontratiempo.com.ar
Contratiempo
Revista de cultura y pensamiento
Directora: Zenda Liendivit
Fragmento de La lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del College de France, del 7 de enero de 1977 (Siglo XXI, 1986)
En efecto, aquí se tratará del poder, indirecta mas obstinadamente. La "inocencia" moderna habla del poder como si fuera uno: de un lado los que lo poseen, del otro los que no lo tienen; habíamos creído que el poder era un objeto ejemplarmente político, y ahora creemos que es también un objeto ideológico, que se infiltra hasta allí donde no se lo percibe a primera vista –en las instituciones, en las enseñanzas-, pero que en suma es siempre uno.
Pero, ¿y si el poder fuera plural, como los demonios? "Mi nombre es Legión", podría decir: por doquier y en todos los rincones, jefes, aparatos, masivos o minúsculos, grupos de opresión o de presión; por doquier voces "autorizadas", que se autorizan para hacer escuchar el discurso de todo poder: el discurso de la arrogancia.
Adivinamos entonces que el poder está presente en los más finos mecanismos del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, las opiniones corrientes, los espectáculos, los juegos, los deportes, las informaciones, las relaciones familiares y privadas, y hasta en los accesos liberadores que tratan de impugnarlo: llamo discurso de poder a todo discurso que engendra la falta, y por ende la culpabilidad del que lo recibe.
Algunos esperan de nosotros, intelectuales, que actuemos en toda ocasión contra el Poder; pero nuestra verdadera guerra está en otra parte; está contra los poderes, no se trata de un combate fácil porque, plural en el espacio social, el poder es, simétricamente, perpetuo en el tiempo histórico: expulsado, extenuado aquí, reaparece allá; jamás perece: hecha una revolución para destruirlo, prontamente va a revivir y a rebrotar en el nuevo estado de cosas.
La razón de esta resistencia y de esta ubicuidad es que el poder es el parásito de un organismo transocial, ligado a la entera historia del hombre, y no solamente a su historia política, histórica. Aquel objeto en el que se inscribe el poder desde toda la eternidad humana es el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada: la lengua.
El lenguaje es una legislación, la lengua es su código. No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva: ordo quiere decir a la ver repartición y conminación. Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir.
En nuestra lengua francesa (y se trata de ejemplos groseros) estoy obligado a ponerme primero como sujeto antes de enunciar la acción que no será sino mi atributo: lo que hago no es más que la consecuencia y la consecución de lo que soy; de la misma manera, estoy siempre obligado a elegir entre el masculino y el femenino, y me son prohibidos lo neutro o lo complejo; igualmente estoy obligado a marcar mi relación con el otro mediante el recurso ya sea al tú o al usted: se me niega la suspensión afectiva o social.
Así, por su estructura misma, la lengua implica una fatal relación de alienación. Hablar, y con más razón discurrir, no es como se repite demasiado a menudo comunicar sino sujetar: toda la lengua es una acción rectora generalizadora.
Citaré unas palabras de Renan: "El francés, señoras y señores –decía en una conferencia-, jamás será la lengua del absurdo, y tampoco será una lengua reaccionaria. No puedo imaginar una reacción seria que tenga por órgano al francés". Y bien, a su manera, Renan era perspicaz; adivinaba que la lengua no se agota en el mensaje que engendra; que puede sobrevivir a ese mensaje y hacer que en él se oiga, con una resonancia a veces terrible, algo diferente a lo que dice, sobreimprimiendo a la voz consciente y razonable del sujeto la voz dominadora, testaruda implacable de la estructura, es decir, de la especie en tanto que ella habla.
El error de Renan era histórico, no estructural; creía que la lengua francesa, formada –pensaba él- por la razón, obligaba a la expresión de una razón política que, en su espíritu, no podía ser sino democrática. Pero la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir.
Desde que es proferida, así fuere en la más profunda intimidad del sujeto, la lengua ingresa al servicio de un poder. En ella, ineludiblemente, se dibujan dos rúbricas: la autoridad de la aserción, la gregariedad de la repetición. Por una parte, la lengua es inmediatamente asertiva: la negación, la duda, la posibilidad, la suspensión del juicio, requieren unos operadores particulares que son a su vez retomados en un juego de máscaras de lenguaje: lo que los lingüistas llaman la modalidad no es nunca más que el suplemento de la lengua, eso con lo cual, como en una súplica, trato de doblegar su implacable poder de comprobación. Por otra parte, los signos de que está hecha la lengua sólo existen en la medida en que son reconocidos, es decir, en la medida en que se repiten; el signo es seguidista, gregario.
En cada signo duerme este monstruo: un estereotipo; nunca puedo hablar más que recogiendo lo se arrastra en la lengua. A partir del momento en que enuncio algo, esas dos rúbricas se reúnen en mí, soy simultáneamente amo y esclavo: no me conformo con repetir lo que se ha dicho, con alojarme confortablemente en la servidumbre de los signos: yo digo, afirmo, confirmo lo que repito.
En la lengua, pues, servilismo y poder se confunden ineluctablemente. Si se llama libertad no sólo a la capacidad de sustraerse al poder, sino también y sobre todo a la de no someter a nadie, entonces no puede haber libertad sino fuera del lenguaje. Desgraciadamente, el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Sólo se puede salir de él al precio de lo imposible: por la singularidad mística, según la describió Kierkegaard cuando definió el sacrificio de Abraham como un acto inaudito, vaciado de toda palabra incluso interior, dirigido contra la generalidad, la gregariedad, la moralidad del lenguaje; o también por el amén nietzscheano, que es como una sacudida jubilosa asestada al servilismo de la lengua, a eso que Deleuze llama su manto reactivo.
Pero a nosotros, que no somos ni caballeros de la fe ni superhombres, sólo nos resta, si puedo así decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura.
Fuente: www.revistacontratiempo.com.ar
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