2 de octubre de 2009

Manifiesto del surrealismo jurídico: cuatrigésimo segunda entrega

La concepción de la democracia, como un orden simbólico, se encuentra comprometida con el proceso de reencuentro del pensamiento con el deseo y el goce de significar.
Hablo aquí del deseo en el mismo sentido que Guattari: todas las formas de voluntad de vivir, amar, crear y de inventar otra sociedad, otra percepción del mundo y sus valores. Hablo de un deseo semioticamente erotizado, de un deseo que no tendrá que ser producido conforme el modelo institucional.
Gran parte de las luchas por la autonomía son luchas significativas: resistencias, deslocamientos e impresiones del poder de las significaciones y de los pensamientos que de el contratamos. Me siento particularmente inclinado a actuar en ese terreno. Hago de mi escritura la práctica de una semiología del deseo: el aprendizaje del carácter inacabado de las fantasías y del goce que nos arrebata y sacude delante de un plural imperfecto de sentidos.
Practicando la semiología del deseo pretendo encontrarme con la sustancia de una postura que, perturbando las formas petrificadas de la cultura instituida, puede indicar el sentido de una revuelta fundamental: la revolución en el pensamiento como fuente de una ruptura positiva de la institución de la sociedad.
Semiología del deseo. Semiología del sueño. Semiología carnavalizada. Semiología surrealista. Nombres brindados como opciones de una práctica de significar que presupone una alteración radical en nuestra relación con el poder y el orden simbólico que lo sustenta.
En la semiología del deseo el lenguaje descansa de los conceptos garantizados, se da un tiempo, toma aliento para buscar la autonomía significativa y transgredir los sentidos petrificados del imaginario social, situándonos así fuera de lugar, al margen de sus determinaciones habituales colocados en el interior de una semiosis surrealista.
De Barthes y de Breton aprendí que la rebelión es creadora por sí. Es la simiente de una práctica simbólica que se reconoce como democrática en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje. La fuerza de esa práctica es la autonomía: el gesto permanentemente instituyente que se abre a lo nuevo, aceptando que la significación es la obra de una sociedad que acata a la ley, que crea sin necesidad de fundamentarla, a través de fantasías perfectas que niegan la imprevisibilidad de los deseos y sus pensamientos.
La autonomía social depende de una práctica simbólica que se acepta como fruto de una auto-institución antagónica, inacabada y procesal de la sociedad.
Condensando, en términos semiológicos, la propuesta surrealista, diría que ella puede ser mostrada como una tentativa de deslocamiento de nuestra relación con la palabra, su poder y efectos ideológicos: una concepción del lenguaje, del saber, de la escritura y su lectura, que propone la producción, circulación y consumo de un código trasgresor: la ruptura simbólica del tiempo instituido.
Podría hablar, también, de una concepción democrática de la significación en la medida en que pienso el totalitarismo y la democracia como dos formas contrapuestas del acontecer simbólico, de la semiotización de la realidad. En estos términos, la democracia aparece como un código permanentemente trasgresor de una realidad ya dominada (por el trazado de un sentido único) y de un futuro anticipadamente interpretado. Surrealisticamente veo a la democracia como un territorio de significaciones sin garantía que permiten enfrentar la semiosis de la alienación. No se puede olvidar que la lucha por la alienación o por la autonomía del hombre es la que se traba en el orden de lo simbólico poniendo en crisis nuestra relación con el lenguaje.
Ciertamente necesitamos inaugurar un amplio campo de reflexión para intentar entender los modos en que el lenguaje puede ir constituyendo democráticamente lo real, partiendo de las prácticas simbólicas de la sociedad.
Conviene notar aún que no estoy intentando hablar del sentido como principio u origen, y si como producto o resultado. Los sentidos no se revelan ni se descubren: se producen como ficciones que hacen funcionar el mundo, manifestando la realidad como discurso y la teoría como sueño.
Podría decir que, cuando se busca comprender las prácticas simbólicas democráticas, resulta imprescindible comenzar por la interrogación sobre las condiciones de producción de lo nuevo como sentido: simbolizar de otro modo para transgredir los mecanismos de los poderes que ya actúan en el interior del lenguaje y en sus prácticas institucionales.

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