16 de septiembre de 2009

Manifiesto del surrealismo jurídico: trigésimo segunda entrega

En la producción del sentido del mundo, el hombre precisa construir ficciones que sirvan como una pesadilla para el olvido, para la pérdida de la memoria histórica.
La mejor manera de aplastar los procesos de afirmación de autonomía es reconocerlos oficialmente, otorgándoles legitimidad institucional, brindándoles subvenciones y un estatuto normativo que los proteja. Nunca se debe reivindicar un ministerio de protección a la marginalidad, ni un ministerio para la defensa ecológica. Los dieputados verdes son antiecológicos. Las prácticas de autonomía nunca son resueltas por los profesionales de la política. No se hace, por ejemplo, ecología en una urna, votando por el partido verde. De esta forma estaremos corriendo el riesgo de concretizar la pesadilla de nuestro devenir animal. Estamos obligados a inventar una nueva pragmática, a crear dispositivos que consigan el orden totalitario que hace la gestión de nuestras sociedades. En la instancia del despertar, junto con la interpretación de la pesadilla, estamos obligados a crear lo nuevo sin imitar lo viejo. Lo nuevo no se aprende. Se inventa operativamente en una experiencia transformadora, sin subvenciones, paternalismos jurídicos y políticos, ni irracionalismos ilustrados.
En lo que respecta al totalitarismo y la democracia, no hay duda de que ayudaremos a su comprensión efectuando un dislocamiento semiológico.
Dejando de atribuirles una significación valiosa por si mismo y mostrándolas como sentidos de una forma de sociedad. Se puede observar que estoy hablando del totalitarismo y la democracia como en el mismo sentido, quiere decir, como el significado de una práctica social. Se trata de una significación procesal que indica un territorio de confrontamientos que va instituyendo los modos en que los hombres pueden tratar lo real por lo simbólico. La democracia participa, contra el totalitarismo, en la lucha por definir la realidad y quien la instituye. En esa dirección, solo se puede vislumbrar las posibilidades de una constitución democrática de la realidad cuando ella proviene (de forma solidaria y colectiva) de la propia sociedad, como una forma de resistencia a la imposición institucional de una versión totalitaria de lo real. Para eso, es preciso volver a pensar lo que fue decretado como impensable.
Frente a los mecanismos psíquicos que es preciso hacer interiorizar por los sujetos para alcanzar el objetivo de una sociedad, totalmente conformada al modelo de un orden, irreversiblemente, totalitario, la democracia tiene que ser valorada como una práctica, permanentemente, instituyente del espacio político. Un espacio donde el poder se legitima por estar vinculado a la permanencia de los conflictos. El totalitarismo se instala como el orden simbólico de la institución social negando el conflicto y la naturaleza indeterminada de lo social.
En el interior de la cultura pos moderna, la democracia precisa ser vista en función de las luchas que deben ser emprendidas contra todos los síntomas y efectos de una formación social totalitaria. Ella es la contracara de la dominación totalitaria, como el “otro” del totalitarismo, como la trasgresión incesante de la historia de la cristalización del poder totalitario: democracia como el conjunto de procesos de reversión del totalitarismo.

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