La meta de un orden totalitario y la abolición de toda posibilidad de investidura libidinal y de toda posibilidad de contar con un saber basado en el metabolismo de lo heterogéneo. En el totalitarismo, la angustia se instala en los sujetos como pulsación de muerte, como clausura de toda posibilidad de interpretación de la angustia. Psicoticamente, los hombres viven en una angustia sin localizaciones, sin representaciones. El sentido de la angustia aparentemente resuelto en el tenue espejismo del consumo melancólico o de algún hermano, omnipresente y sin rostro. Una instancia fantasmagórica donde se pierde el derecho a tener memoria de la historia colectiva, el derecho a anticipar un tiempo futuro y el derecho a tener relaciones intersubjetivas, de juntarse con otros generando afectos. Un mundo donde se pierde también el derecho a tener pasiones. Luego verá el tiempo donde los Faustos consumistas no serán más necesarios. Los hombres quedarán, entonces, vedados de tener ideologías.
Creo fundamental designar el carácter simultáneamente perverso y mesiánico de la voz alienante. Ella se funda en un contrato perverso donde los lugares-tenientes del orden totalitario resultan identificados con la ley, pasan a encarnarla fuera de toda posibilidad representativa. En el orden totalitario no existen representantes de la ley. El intérprete es la ley, excluyendo así toda posible equivalencia contractual entre los aplicadores y el resto de los destinatarios de la ley. Los amos de la ley dejan de hablar en nombre de ella, dejan de ser porta-voces de ella para convertirse en ejecutores de sus propias prescripciones. Ellos ejecutan la ley que crean cumpliendo el destino de todo padre perverso. Un padre profundamente mesiánico que aspira a controlar el futuro con la ley que impone. El significado alegórico del contrato social vaciado por el funcionamiento de un contrato perverso, donde no se hace más nada en nombre de la ley, se pierde así la posibilidad de hacer funcionar la ley en el interior de un contrato narcisista, es decir, en el interior de una cultura que puede plantear sus mecanismos identificatorios como lugares afectivos, como lugares donde los hombres pueden sentirse afectivamente gratificados por la cultura. La ley corresponde a un contrato narcisista cuando consigue transmitir efectos de seguridad y justicia.
Estos efectos se diluyen en el contrato perverso, en el orden totalitarista. En este último supuesto desaparece toda preocupación por la gratificación narcisista del “yo”. Los hombres quedan prohibidos de quererse a sí mismos. Como consecuencia directa de esta prohibición quedan impedidos de amar a los otros. Una sociedad de hombres negados al amor deja de necesitar que cuando los hombres no se quieren, quedan indiferentes frente a la vida. La melancolía sustituye a la vida.
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