22 de agosto de 2009

Leyendo el Nietzsche de Gilles: ¿Es bueno? ¿es malo?

Las dos fórmulas son éstas: yo soy bueno luego tú eres malo. Tú eres malo luego yo soy bueno. Disponemos del método de dramatización. ¿Quién pronuncia una de las fórmulas, quién la otra? Y, ¿qué es lo que quiere cada uno? No puede ser el mismo el que pronuncia las dos, ya que el bueno de una es precisamente el malo de la otra. «El concepto de bueno no es único»; las palabras bueno, malo, e incluso luego tienen varios sentidos. Una vez más, vamos a verificar que el método de dramatización, esencialmente pluralista e inmanente, proporciona su regla para la búsqueda. Ésta no halla en ninguna otra parte la regla científica que la constituye como una semiología y una axiología, permitiéndole determinar el sentido y el valor de una palabra. Preguntamos: ¿quién es aquél que empieza diciendo: «Soy bueno»? Ciertamente no es el que se compara a los demás, ni el que compara sus acciones y sus obras con valores superiores o trascendentes: no empezaría... El que dice: «Soy bueno» no espera ser llamado bueno. Se llama así, se nombra y se denomina así, en la misma medida en que actúa, afirma y goza. Bueno cualifica la actividad, la afirmación, el goce que se experimentan en su ejercicio: una cierta cualidad de alma, «una cierta certeza fundamental de que un alma posee en su propio sujeto algo que es imposible buscar, hallar y quizá incluso perder». Lo que Nietzsche llama frecuentemente la distinción es el carácter interno de lo que se afirma (no tiene que buscarse), de lo que se pone en acción (no se halla), de lo que provoca placer (no puede perderse). El que actúa y afirma es al mismo tiempo el que es: «La palabra esthlos significa por su raíz alguien que es, que tiene realidad, que es real, que es verdadero». «Aquél tiene conciencia de conferir honor a las cosas, de crear valores. Todo lo que halla en sí lo honra; semejante moral consiste en la glorificación de sí mismo. Sitúa en primer plano el sentimiento de la plenitud, del poder que quiere desbordar, el bienestar de una alta tensión interna, la conciencia de una riqueza deseosa de ofrecerse y prodigarse». «Son los buenos, es decir los hombres de distinción, los poderosos, los que son superiores por su situación y por su elevación de alma, los que se han considerado a sí mismos como buenos, los que han juzgado buenas sus acciones, es decir de primer orden, estableciendo esta tasación por oposición a todo lo que era bajo, mezquino, vulgar». Sin embargo en el principio no interviene ninguna comparación. Que otros sean malos en la medida en que no afirmen, no actúen, no gocen, es sólo una consecuencia secundaria, una conclusión negativa. Bueno designa en primer lugar al señor. Malo significa la consecuencia y designa al esclavo. Malo es negativo, pasivo, infeliz. Nietzsche resume el comentario del admirable poema de Theognis, totalmente construido sobre la afirmación lírica fundamental: nosotros los buenos, ellos los malos. En vano buscaríamos el menor matiz moral en esta apreciación aristocrática; se trata de una ética y de una tipología, tipología de las fuerzas, ética de las maneras de ser correspondientes. «Yo soy bueno, luego tú eres malo»: en la boca de los señores, la palabra luego introduce sólo una conclusión negativa. Lo que es negativo es la conclusión. Y ésta se presenta únicamente como consecuencia de una plena afirmación: «Nosotros los aristócratas, los bellos, los felices». En el señor todo lo positivo está en las premisas. Las premisas de la acción y de la afirmación, y el goce de estas premisas, le hacen falta para llegar a la conclusión de algo negativo que no es lo esencial y que apenas tiene importancia. No es más que un «accesorio, un matiz complementario». Es importante únicamente porque aumenta el contenido de la acción y de la afirmación, suelda la alianza y duplica el goce que les corresponde: el bueno «sólo busca su antípoda para afirmarse a sí mismo con más alegría». Este es el estatuto de la agresividad: es lo negativo, pero lo negativo como conclusión de premisas positivas, lo negativo como producto de la actividad, lo negativo como consecuencia de un poder de afirmar. El señor se reconoce por un silogismo, en el que hacen falta dos premisas positivas para llegar a una negación, siendo la negación final únicamente un medio de reforzar las premisas. «Tú eres malo, luego yo soy bueno». Todo ha cambiado: lo negativo pasa a las premisas, lo positivo es concebido como una conclusión, conclusión de premisas negativas. Lo negativo es lo que contiene lo esencial, y lo positivo sólo existe mediante la negación. Lo negativo se ha convertido en «la idea original, el principio, el acto por excelencia». Para obtener una conclusión aparentemente positiva, el esclavo necesita las premisas de la reacción y de la negación, del resentimiento y del nihilismo. Y aún así es sólo aparentemente positiva. Por eso Nietzsche insiste tanto en distinguir el resentimiento de la agresividad: son diferentes por naturaleza. El hombre del resentimiento tiene necesidad de concebir un no-yo, después de oponerse a este no-yo, para afirmarse finalmente como él. Extraño silogismo el del esclavo: necesita dos negaciones para conseguir una apariencia de afirmación. Presagiamos ya bajo qué forma el silogismo del esclavo ha tenido tanto éxito en filosofía: la dialéctica. La dialéctica como ideología del resentimiento. «Tú eres malo, luego yo soy bueno». En esta fórmula quien habla es el esclavo. No vamos a decir que esta vez no se han creado valores. Pero, ¡qué valores tan extraños! Se empieza por afirmar al otro como malo. El que se llamaba bueno, helo aquí convertido en malo. Este malo es el que actúa, el que no contiene su actuación, o sea, el que no considera la acción desde el punto de vista de las consecuencias que tendrá sobre terceros. Y el bueno, ahora, es el que contiene su actuación: y es bueno precisamente por esto, porque remite cualquier acción al punto de vista del que no actúa, al punto de vista del que experimenta sus consecuencias, o mejor dicho, al punto de vista más sutil de un tercero divino que escruta sus intenciones. «Bueno es aquél que no hace daño a nadie, aquél que no ofende ni ataca a nadie, no lleva a cabo represalias y deja para Dios el preocuparse de la venganza, aquél que se mantiene oculto como nosotros, evita tropezar con el mal y, por lo demás, espera pocas cosas de la vida, como nosotros los pacientes, los humildes y los justos». Así nacen el bien y el mal: la determinación ética, la de lo bueno y lo malo, es desplazada por el juicio moral. El bueno de la ética se ha convertido en el malo de la moral, el malo de la ética se ha convertido en el bueno de la moral. El bien y el mal no son lo bueno y lo malo, sino al contrario, el cambio, la alteración, la inversión de su determinación. Nietzsche insistirá sobre el punto siguiente: «Más allá del bien y del mal» no quiere decir: «Más allá de lo bueno y lo malo». Al contrario... El bien y el mal son valores nuevos, pero, ¡qué forma más extraña de crear valores se crean al invertir lo bueno y lo malo! Se crean no al actuar, sino al contenerse de actuar. No al afirmar, sino al empezar negando. Por eso se les llama no creados, divinos, trascendentes, superiores a la vida. Pero pensemos en lo que ocultan estos valores, en su modo de creación. Ocultan un odio extraordinario, odio contra la vida, odio contra todo lo que es activo y afirmativo en la vida. Ningún valor moral sobreviviría un solo instante si fuese separado de estas premisas de las que es la conclusión. Y profundizando más, ningún valor religioso es separable de este odio y de esta venganza de las que extraen su consecuencia. La positividad de la religión es una positividad aparente: se concluye que los miserables, los pobres, los débiles, los esclavos, son los buenos, ya que los fuertes son «malos» y «condenados». Se ha inventado el bueno desgraciado, el débil bueno: no hay mejor venganza contra los fuertes y los felices. ¿Qué sería del amor cristiano sin el poder del resentimiento judaico que lo anima y lo dirige? El amor cristiano no es lo contrario del resentimiento judaico, sino su consecuencia, su conclusión, su coronamiento. La religión oculta más o menos (y a menudo, en los períodos de crisis, no oculta en absoluto) los principios de los que proviene directamente: el peso de las premisas negativas, el espíritu de venganza, el poder del resentimiento.


Extraído del blog de Deleuze
http://deleuzefilosofia.blogspot.com/

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