El filósofo italiano Roberto Esposito, que en la próxima semana visitará la Argentina para brindar una serie de conferencias, explica en este texto exclusivo cuáles son las líneas directrices de Bíos , su último libro, que, junto a Categorías de lo impolítico , se dará a conocer prontamente en castellano
Como he tratado de demostrar en mi libro Bíos (Einaudi 2004), el nazismo constituye el punto culminante de una política de la vida que se invierte en práctica de muerte. Su caída, sin embargo, no ha puesto un punto final a la biopolítica. Lo comprueba el hecho de que, en sus diferentes configuraciones, ésta tiene una historia mucho más amplia y larga que la del régimen que parece haberla llevado a su resultado extremo. La biopolítica no es un producto del nazismo, sino que el nazismo es el producto paroxístico y degenerado de una determinada forma de biopolítica. Se trata de un punto sobre el que conviene insistir con fuerza, porque puede conducir y ya ha conducido a numerosas equivocaciones.
Contrariamente a las ilusiones de los que imaginaron que se podía saltar hacia atrás el paréntesis nazi para reconstruir las mediaciones, los diafragmas institucionales de la fase anterior, vida y política están tan entrelazadas que desatar el nudo que las une es imposible. Al menos en el mundo occidental, esta ilusión ha sido alimentada por el período de paz que se abrió al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero, prescindiendo de la circunstancia de que dicha paz (o "no guerra", como ha sido la guerra fría) también se basó en el equilibrio del terror determinado por la amenaza atómica y que, por ello, se encuentra completamente inscrita dentro de una lógica inmunitaria, esa paz no ha hecho más que posponer algunas décadas lo que de todos modos habría sucedido luego. El derrumbe del sistema soviético, interpretado como una victoria definitiva de la democracia contra sus potenciales enemigos e incluso como el fin de la historia, señala, en efecto, el fin de esta ilusión.
El vínculo entre política y vida, que el totalitarismo anudó en una forma para ambas destructiva, todavía está frente a nosotros. Más aún, se puede decir que se ha convertido en el epicentro de toda dinámica políticamente significativa. Desde la importancia cada vez mayor del elemento étnico en las relaciones internacionales hasta el impacto de las biotecnologías sobre el cuerpo humano, desde la centralidad de la cuestión sanitaria como índice privilegiado del funcionamiento del sistema económico-productivo hasta la prioridad de la exigencia de seguridad en todos los programas de gobierno, la política aparece cada vez más acorralada contra la desnuda muralla biológica (si es que no lo está sobre el cuerpo mismo de los ciudadanos de todo el mundo). La progresiva indistinción entre norma y excepción, determinada por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia, junto con el flujo creciente de inmigrantes privados de toda identidad jurídica y sometidos al control directo de la policía, señala un deslizamiento ulterior de la política mundial en dirección de la biopolítica.
Es necesario reflexionar también sobre esta situación mundial más allá de las actuales teorías de la globalización. Se puede decir que, contrariamente a cuanto de manera muy diferente sostuvieron Heidegger y Hannah Arendt, la cuestión de la vida forma hoy un todo con la del mundo. La idea filosófica, de derivación fenomenológica, de "mundo de la vida", finalmente, se invierte en aquella simétrica de "vida del mundo". En tanto, el mundo entero aparece cada vez más como un cuerpo unificado por una única amenaza global que, al mismo tiempo, lo mantiene unido y amenaza con hacerlo pedazos. A diferencia de lo que sucedía en otro tiempo, ya no es posible que una parte del mundo (América, Europa) se salve, mientras otra se destruye. El mundo, el mundo entero, su vida, comparte un mismo destino: o todo junto encontrará el modo de sobrevivir o perecerá todo junto.
Los hechos desencadenados por el ataque terrorista del 11 septiembre del 2001 no constituyen, como se dice comúnmente, el principio. Son sólo el detonador de un proceso que se puso en marcha con el final del sistema soviético, el último katéchon (freno) que detuvo los impulsos autodestructivos del mundo sirviéndose de la mordaza del miedo recíproco. Desaparecido este último freno que otorgó al mundo una forma dual, ya no parece que se puedan detener las dinámicas biopolíticas, que se las pueda contener dentro de los viejos muros.
La guerra en Irak señala, quizá, la cima de esta deriva, tanto por el modo en que ha sido presentada como por la forma en que ha sido conducida. La idea de guerra preventiva desplaza radicalmente los términos de la cuestión respecto de las guerras efectivamente combatidas y también respecto de la llamada Guerra Fría. Comparándola con esta última, es como si lo negativo del procedimiento inmunitario se duplicara hasta ocupar todo el escenario. La guerra ya no es más la excepción, el último recurso, el reverso siempre posible, sino la única forma de coexistencia global, la categoría constitutiva de la existencia contemporánea. De allí, consecuencia de la que no hay que sorprenderse, la multiplicación sin límites de los mismos riesgos que se quisieron evitar. El resultado más evidente es la absoluta superposición de los opuestos: paz y guerra, ataque y defensa, vida y muerte están cada vez más aplastados el uno contra el otro.
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