24 de julio de 2012

Onfray: manifiesto por la vida filosófica - II parte




Manifiesto por la vida filosófica – Michel Onfray

Fragmento de: “Teoría del cuerpo enamorado Por una erótica solar” (2003).

2da. parte


Mi segundo paso, afirmativo, propone una alternativa al orden dominante gracias a la formulación de un materialismo hedonista: elaboraremos una teoría atomista del deseo como lógica de los flujos que llaman la expansión y necesitan para ello una hidráulica catártica; secularizaremos la carne, desacralizaremos el cuerpo y definiremos el alma como una de las mil modalidades de la materia; propondremos un epicureísmo abierto, lúdico, gozoso, dinámico y poético a partir de los posibles esbozados y ofrecidos por el epicureísmo cerrado, ascético, austero, estático, y autobiográfico del fundador; precisaremos las modalidades de un libertinaje solar y un eros ligero; se invitará a una metafísica del instante presente y del puro goce de existir; tenderemos a un nomadismo de solteros promoviendo a una opción de cíclopes; reactivaremos la teoría del contrato pragmático, utilitarista, deseable y dominado por la voluntad de disfrutar mutuamente; propondremos una opción radicalmente igualitaria entre los sexos y la formulación de un feminismo libertario; reivindicaremos una autentica aspiración a la esterilidad y una práctica de las leyes de la hospitalidad redoblada por una permanente invención de sí; desembocaremos así en una verdadera estética pagana de la existencia. Algunos siglos de judeocristianismo pueden encararse de esta forma y ser rebasados.

Instalada resueltamente en las comarcas antiguas, en guerra contra el modelo ético dominante, mi propuesta reanuda sin ambages el trato con el proyecto de todas las escuelas helenísticas: hacer posible la vida filosófica. Y para ello, ha de quererse abiertamente el fin de la vida mutilada, fragmentada, explotada y dispersada que fabrica nuestra civilización alienante, apoyada en el dinero, la producción, el trabajo y el dominio. La filosofía puede contribuir a este proyecto radical. Mejor aún: debe. En primer lugar, tiene que dejar de contenerse, como lo hace desde hace tiempo, con problematizar, escribir la historia de los problemas y seguir al dedillo la odisea de las querellas, cuando ganaría convirtiéndose claramente en la disciplina de las soluciones, las respuestas y las propuestas.

Por mi parte, no me satisface una filosofía de pura búsqueda que consagra lo esencial de su tiempo y de su energía a reclamar las condiciones de posibilidad, a examinar los zócalos epistémicos sobre los cuales se pueden plantear las cuestiones.
Prefiero considerar, en el otro extremo de la cadena reflexiva, la suma de las afirmaciones y de las soluciones útiles para vivir una existencia lanzada a toda velocidad entre dos nadas. La opción teorética produce pensamientos autistas y solipsistas, sistemas y visiones del mundo emparentados con esos puros juegos de lenguaje que están destinados a los especialistas, reservados a los técnicos o confinados en los laboratorios. 

En el terreno filosófico me interesan prioritariamente los que encuentran más que los que buscan –y siempre he preferido un pequeño hallazgo existencialmente útil que una gran indagación filosófica inútil para la vida cotidiana-. Una anécdota y dos líneas extraídas del corpus cínico me llevan siempre más lejos intelectual y concretamente que las obras completas del conjunto de las producciones del idealismo alemán.

Así pues, tengo nostalgia de la filosofía antigua, de su espíritu, de sus maneras, de sus métodos y de sus presupuestos. La figura de Sócrates ilumina los siglos que siguen a su suicidio inducido, permitiéndonos la acuñación de una forma filosófica inolvidable: la existencia y el pensamiento confundidos, la vida y la visión del mundo imbricados, lo cotidiano y lo esencial mutuamente alimentados.
Lejos del profesor de filosofía, del espulgador de textos, del productor de tesis doctorales, del crítico profesional, el filósofo define en primer lugar al individuo que se ejercita en la vida filosófica y que trata de insuflar en los pormenores de su práctica el máximo de fuerzas que alimentan su teoría –y viceversa-. El filósofo se propone la perpetua experimentación de sus ideas y no se pronuncia por ninguna tesis sin haberla deducido de sus propias observaciones.

No hay ninguna necesidad, para ello, de escribir libros, de producir textos, ya que sólo importa la fabricación de una vida que esté conforme con las producciones existenciales que la sostienen. Si la producción de obras contribuye a caso a la estilización de la existencia ¿por qué no? Entonces el escrito formulará las reglas, los medios y las ocasiones para llevar una vida buena, una vida mejor, para ampliar nuestra biografía. La vida filosófica nos obliga a intentar poner en conformidad –no forzosamente con éxito- los propósitos teóricos con los comportamientos prácticos.
El verbo apunta a la carne, la palabra tiende a la obra activa, el pensamiento contribuye a la actitud; paralelamente, la carne apunta al verbo, la obra activa tiende a la palabra, la actitud contribuye al pensamiento. Nada esencial se efectúa fuera de este perpetuo movimiento de ida y vuelta entre vivir y filosofar.

Los pensadores de la Antigüedad distinguen entre el sabio y el filósofo según la posición ocupada por cada cual en la travesía de la ascesis existencial: sólo el primero alcanza su objetivo después de haber puesto en conformidad su ideal de existencia sublimada y su inscripción en el mundo trivial; el segundo trabaja, obra y camina hacia ese apogeo ontológico que necesita un constante esfuerzo, una perpetua tensión.

El sabio deja tras de sí al filósofo como si fuera una piel antigua, de un antiguo mudo e inútil aunque testigo del trabajo de necesaria autorregeneración, el filósofo aspira al estatuto del sabio y a la serenidad de una vida trasfigurada. Todas las fuerzas movilizadas por el impetrante durante los largos años de experimentación –pitagórica, socrática, cínica, cirenaica, estoica, epicúrea, escéptica, etcétera- se aflojan cuando el esfuerzo se disuelve en el sosiego, la paz del alma, la ataraxia y la calma realizadas. La sabiduría procura un objetivo a nuestra época de nihilismo generalizado, y la filosofía, una vía creadora de potencialidades magníficas para alcanzarlo.

Así pues, el filósofo actúa como médico del alma, como terapeuta, como farmacéutico. Trata y disipa las enfermedades, cura y conjura los trastornos, instaura la salud y despacha los miasmas patógenos.

La vida filosófica se convierte en alternativa a la vida mutilada tras la sola decisión de seguir un tratamiento: cambiar la vida, modificar sus líneas de fuerza, construirla según los principios de una arquitectura deudora de un estilo propio. Lo cotidiano fragmentado, reventado e incoherente genera dolores, sufrimientos y penas que atormentan los cuerpos y destruyen la carnes. Entre las almas cascadas, rotas, pulverizadas y los cuerpos medicalizados, psicoanalizados, intoxicados; entre los espíritus frágiles, vacilantes, enclenques y las carnes angustiadas, gangrenosas, putrefactas, la filosofía ofrece la tangente de un camino que conduce al apaciguamiento.

Después de haber escrito un libro sobre la terapia cínica, y antes de publicar otro sobre las hipótesis y el método cirenaico, deseaba examinar las potencialidades del epicureísmo antiguo sin repetir los lugares comunes doctrinarios y ortodoxos sobre el tema. Por esto he leído y releído para este libro muchos textos, canónicos o no, escritos entre el sigo de Homero y el de San Agustín, a fin de tratar de aportar mi respuesta a algunas de las cuestiones: ¿cómo se puede ser epicúreo hoy, generalmente, pero también en el terreno más particular de las relaciones sexuadas y de los cuerpos enamorados? ¿De qué manera podemos leer a Epicuro, a sus predecesores y a sus seguidores materialistas hedonistas? ¿Cómo visitar el jardín en compañía de los poetas elegíacos con el designio de combatir el platonismo ardiente reciclado por teólogos cristianos?

La doctrina del fundador desemboca necesariamente -con ayuda de su débil fisiología y frágil cuerpo- ene ese epicureísmo ascético que celebra la ética de la renuncia; mientras que, viviendo todavía el Maestro, ciertos discípulos ya se apoyaban menos en la letra que en su espíritu y proponían un epicureísmo hedonista al que podemos apelar. El corpus mismo de las cartas y de las sentencias de Epicuro no excluye una filosofía del placer, en ciertos aspectos muy cercana a una escuela cirenaica que la inspira en muchos puntos. La tradicional oposición entre los placeres cinéticos (en movimiento) de los filósofos de Cirene y los placeres estáticos (en reposo) de Epicuro no basta para cavar un foso infranqueable entre las dos escuelas. Me gustaría en esta obra intentar mostrar por el contrario si íntimo parentesco.

Acumulando las notas correspondientes a las cuestiones de etimología, descubrí con estupefacción una extraña noticia sobre el nombre mismo de Epicuro. Obviamente, nunca he encontrado esta información en ninguna de las numerosas obras consagradas al fundador del jardín por los especialistas universitarios de la cuestión. Y sin embargo, hojeando el Littré para verificar que en él se desaprueba lo epicúreo tanto como en el Bescherelle, quedé pasmado con una entrada del patronímico del filósofo. Más allá de mí asombro por constatar que tras años de frecuentar mi diccionario predilecto aún no había notado que se podía encontrar un puñado ínfimo y arbitrario de nombres propios, aprendí que la etimología de Epicuro señala un parentesco con el socorro.

Una consulta en el Baily nos permite confirmar que epikouros caracteriza al individuo que aporta el socorro. Siguen informaciones más amplias: el término sirve igualmente para definir a aquel que en la guerra atiende a las necesidades de alimentación, y también a la persona que sabe y puede preservara a alguien de algo. Se menciona igualmente las epikouria, tropas de socorro y refuerzo, luego los epikourios, que califican a los individuos aptos para portar socorro y ayuda –en las tropas auxiliares, por ejemplo. En todos los casos, en tiempos de paz o en tiempos de guerra, en tiempos felices o en tiempos aciagos, el epicúreo encausa el consuelo, lleva consigo los medios de todos los sustentos, transmite las fuerzas necesarias para reconstituir las energías que están en peligro. ¿Se puede expresar mejor la tarea y el destino saludable del proyecto epicúreo?

De ahí mi certeza, una vez cerrado el diccionario, de la necesidad de buscar más lejos, de cavar más profundo a fin de proponer una lectura más objetiva del epicureísmo antiguo: en el cruce del materialismo de los orígenes y del hedonismo cirenaico, a medio camino de la violenta desmitificación cínica y el proyecto estético elegíaco de vida filosófica, el pensamiento intempestivo e inactual de Epicuro nos autoriza a reflexionar sobre las posibilidades de un libertinaje contemporáneo que permita un arte de vivir y de amar son sacrificar la autonomía ni la independencia. En las antípodas de una filosofía del deseo, los materialistas hedonistas formulan una fisiología del placer, al mismo tiempo que una erótica alternativa a las incitaciones nocturnas del judeocristianismo.

Finalmente, la invitación epicúrea se redobla por una feliz llamada a resguardar nuestra vida, a no exponerla a la vista de los contemporáneos siempre dispuestos a criticar, juzgar, culpar y condenar en virtud de la moralina que les obstruye y amenaza siempre desbordantes. La vida filosófica se vive entre dos individuos, se conduce al abrigo de las miradas indiscretas, en el silencio de las promesas que cada cual puede y debe hacerse. Lejos de lo que constituye las pasiones fútiles de la mayoría –la búsqueda desenfrenada de honores, dinero, poder, posesión y riquezas-, la terapia materialista propone una ascesis, un auténtico despojamiento de los pesares inútiles y vanos en provecho de la única riqueza que hay: la libertad. Con el cuerpo del otro, y a pesar de las tensiones patéticas, el epicureísmo hedonista autoriza la celebración de las soberanías realizadas o recobradas.



ONFRAY, Michel. Teoría del cuerpo enamorado Por una erótica solar. Biblioteca de Filosofía Editora Nacional Madrid, 2003, P: 31-36


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