Vampiros en el parque
Por Eduardo Videla
En la esquina de Directorio y Lacarra, sobre el parque, un hombre de guardapolvo gris, medio encorvado, invita a pasar a ver la obra. Les pide nombre y grupo sanguíneo a cada uno de los que llegan, que no son muchos. Claro, la obra se llama Drácula, una metáfora y el dato parece relevante.
Son las cuatro de la mañana del domingo. En el parque Avellaneda no hay un alma, a no ser por ese grupo de personas que desafía el frío para ver esa función de teatro callejero. Y por el grupo de actores, que casi puntual, comienza la función.
Un perro sin dueño va siguiendo a artistas y espectadores por el escenario, los senderos del parque y el césped. No se sabe de qué lado está.
Ha dicho el pedagogo italiano Francesco Tonucci que la ocupación del espacio público por parte de los vecinos, el pueblo, es el mejor antídoto contra la inseguridad. Aquel espacio ganado por la gente deja de ser tierra de nadie. Esa parece ser la premisa del grupo teatral que, en un desafío a todas las convenciones y prejuicios, ha montado la función en un espacio verde del sur de la ciudad, cuidado pero solitario, sin vigilancia policial o privada y ¡a las cuatro de la mañana!
La obra, inspirada en la novela de Bram Stoker, se desarrolla en varios escenarios, oscuros al principio, pero que se iluminan con la llegada de los protagonistas: el castillo de Transilvania, un cementerio en Londres, el manicomio, de nuevo el camposanto y el final en el castillo londinense del célebre vampiro. El perro acompaña la recorrida, peleando contra las bengalas y el fuego. Va mostrando de qué lado está. Dice el doctor Van Helsing cuando promedia la obra: El vampiro seduce a los débiles, a los que tienen miedo, y a los ambiciosos les ofrece algo de lo que necesitan a cambio de lo que él quiere, su sangre. Pero el vampiro no puede entrar allí donde no lo dejan, no seduce al que no quiere ser seducido. Y nadie entra a su casa si no quiere.
Por qué una obra a la madrugada, se preguntan los actores de La Runfla, y su director, Héctor Alvarellos, para contestar: “El espacio público no duerme y en nuestro afán de compartirlo a través de nuestros espectáculos, nos hace comprobar que el peligro, que puede o no existir, poco tiene que ver con el horario o la cantidad de gente que lo habita”.
Porque ¿qué puede haber más inseguro, en el imaginario creado por los medios masivos que machacan con la inseguridad, que un enorme parque, solitario y despoblado, sin rejas ni vigilancia, a las cuatro de la mañana?
Sin embargo, ese parque se ha convertido en el escenario perfecto, con el marco de silencio que el espectáculo merece, la oscuridad que crea el clima justo para que de la nada aparezcan los personajes suspendidos en el aire. Sin seguridad privada ni vigilancia policial. Solo el espacio público ocupado por artistas y espectadores. Y el perro callejero
En ese silencio, en esa oscuridad, podría dibujarse una de las metáforas que propone la obra. La xenofobia, el miedo a los diferentes, en fin, el fascismo, seduce a los débiles, a los que le tienen miedo a lo distinto y, también, a los ambiciosos. Pero no entra allí donde no lo dejan entrar. No eran muchos los espectadores, no más de treinta, los que decidieron no tener miedo ni desconfiar de una propuesta audaz, provocadora. El perro se sienta junto a ellos, observa y cada tanto arremete contra algún personaje, pero no ladra. Huele y se vuelve junto al calor del público. Ya se sabe de qué lado está. Al final, cada uno se lleva un certificado, con su nombre y el grupo sanguíneo, una constancia de haber participado en la aventura. Dejará con gusto un dinero en la olla de aluminio que hace las veces de gorra. Un justo reconocimiento, por mínimo que sea, a tanto trabajo. La experiencia va a continuar hasta fin de mes, en ese exótico espacio de los domingos a la madrugada. Cuando todos se están yendo, el parque ya es otro. El cielo se está aclarando, empieza el día. Se cumple entonces otro de los objetivos que ha manifestado el grupo: poder ver juntos que todavía amanece.
Fuente: Página 12
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