2 de julio de 2009

Manifiesto del surrealismo jurídico: novena entrega

Estamos delante de la terapia y su valor. Ella nos ayuda a reencontrarnos con el niño adormecido que todos llevamos. La terapia lo hace despertar. Cuando el despierta, descubre las razones que lo durmieron. Así, redescubrimos nuestros deseos de niños. Los adultos que consiguen llevar el recuerdo del niño que fueron, pueden diluir los nudos traumáticos de su historia. El surrealismo se propone eso. El es un discurso de niño, nos muestra que los niños despiertan con el sueño. Nuestro niño despierto es lo que nos va a permitir soñar despiertos. El drama del adulto es entender que cuando el lleva su niño dormido, el poder ocupa su lugar. En fin, si el trípode de una propuesta pedagógica surrealista se basa en el juego, la terapia y en el sueño, precisamos marcar la distancia entre el discurso de la angustia y del conformismo y el discurso del placer, el deseo y la serenidad. Teniendo siempre presente que no se puede confundir el discurso del placer con el placer por la vida. Es lo que ocurre con algunos “analizados” mucho más preocupados por transformar la vida en tema para su terapia con la vida. Ahora, es preciso recordar que es imposible hacer terapia con ausentes. Estoy dando al sueño surrealista el sentido de una posibilidad. Con efecto, juntándolo al juego, adquiere la dimensión de una comprensión de la vida y sus instituciones. Un entendimiento que escapa de las limitaciones que pesan sobre el pensamiento controlado. Una de esas limitaciones, la más grave tal vez, es la que convierte nuestro espíritu en un juguete del imaginario oficial: un conjunto de estereotipos que ponen un punto final los acontecimientos del mundo en su danza. Impresiones parásitas que falsean el curso de la ideación autónoma. Por eso, el sueño didáctico, como discurso pedagógico, que permita sustraer nuestras formas de expresión de una esclerosis amenazadora. Así podemos devolver al verbo didáctico su virtud creativa.
Las trampas no solo proveen del orden lógico (un estrecho racionalismo siempre alerta para no dejar pasar nada que no hubiera sido cerrado por el), y también del orden moral, siempre presenta sobre la forma de tabúes y finalmente del orden del “gusto académico”, regido por las convenciones sofisticadas del buen tono. Estas trampas conforma la tela de significaciones que pueden ser caracterizadas como la voz del buen-sentido, la voz oficialmente reconocida del sentido critico. Tradicionalmente, en la escuela aprendemos a cultivar esas voces, sin advertir que ellas frenan la creatividad de todo tipo y envergadura. Así, el sueño didáctico, en el surrealismo, aparece como un pensamiento sin controles. Es la posibilidad de expresar colectivamente una imaginación encaminada a lo maravilloso. Es un sueño integrador. Creo que ya se ve claramente que estoy hablando del sueño como un territorio de encuentro que permite entendernos mejor, una interacción con los otros. Es un discurso del sueño como manifestación del mundo de los deseos. Frente a esta propuesta, precisamos reconsiderar las actitudes docentes, generalmente presas a una actitud narcisista que termina colocando al alumno como simple espejo, para que el profesor consiga reconocerse, narcisisticamente, negando su debilidad. El sueño didáctico coloca al profesor en la necesidad de descender de su ombligo y participar de un proceso de mutuo reconocimiento transformador. Cuando invoco las posibilidades didácticas de lo que llamo de un sueño surrealista, pienso al mismo tiempo en los efectos fantásticos que envuelven los acontecimientos y los discursos cèticos: un realismo mágico, constructor de un fantástico mundo de ficciones, que permite comprender, por un súbito sentimiento de supra-racionalidad, la presencia de un amontonado de ficciones desencantadas en lo cotidiano del mundo. Es como si amplificando emocionalmente las ficciones, pudiésemos darnos cuenta de su existencia en las presentaciones sabias del mundo. De esta manera, podremos darnos cuenta de que lo ficcional no es solo tema de los cuentos fantásticos. Las ficciones forman parte de nuestros vínculos simbólicos. La fuerza alienante de un discurso depende del potencial persuasivo de las ficciones que lo sustentan, de las ficciones que terminamos admitiendo como dados naturales del mundo: los absurdos negados de lo real.

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