1 de julio de 2009

Manifiesto del surrealismo jurídico: octava entrega

Para ejercer el poder nunca se apela a una imaginación que revele lo nuevo. El poder necesita un imperio de una creatividad nostálgica que solamente provoque el efecto de un cambio. Una imaginación que introduzca las alteraciones que no cambian nada. Este tipo de imaginación adquiere su apogeo en la cultura de la pos-modernidad. Pienso en este momento en Kelsen. Siento que su pecado fue el de usar su imaginación para describir el pensamiento jurídico que ya existía. Su imaginación sirvió como antecámara para sus conceptos y nada más. Nunca pensó en la posibilidad de nuevos juegos. Se preocupó en purificar lo viejo, lo retroalimentó. Su hábitat fue una mortaja para la creación de una imaginación jurídica democrática. El asumió la pureza contra la lujuria operante de lo nuevo. El poder se infiltra en el saber como imaginación totalitaria. Una imaginación únicamente dispuesta a soñar la univocidad del mundo y de los deseos: una imaginación alienada e hipnótica. Recuerdo que los mecanismos de hipnosis consisten en bajar las tiras de las ondas energéticas de las personas, volviéndolas vulnerables a modulaciones y sugerencias. La imaginación totalitaria trabaja con las diferencias. Es una imaginación esterilizante: la imaginación ornamental de los estereotipos sin espacios para las grandes diferencias indeseables. Ella representa como tendencia el silencio y la ceguera. Estamos delante de una imaginación que deja el saber sin sabor. Barthes recuerda que saber y sabor tienen la misma raíz. Necesitamos que estas dos palabras se mantengan significativamente unidas. Para eso tenemos que aceptar que el sabor del saber está en el deseo de cambiar la vida: un ofrecimiento permanente de la nueva palabra. Ese sabor tiene el gusto de un sueño. Claro que no se trata, como se quería en Mayo de 1968, de la imaginación del poder, sino de la imaginación democrática en lugar de la imaginación del poder. Nadie es un buen profesor si no consigue dar vida a los textos que trabaja. En ese sentido no podemos olvidar que el valor pedagógico de un discurso pasa por su erotismo. Dar vida a un texto es impregnarlo de un sabor que subvierta al lenguaje del poder. Aprender es atreverse a desaprender el culto erudito, transformando en erotismo significativo. La comunicación pedagógica depende del vínculo de amor que puede ser establecido con los textos. Para aprender es preciso mezclar el rigor argumentativo con la osadía efectiva. Únicamente aprendemos si recreamos las verdades como si fuesen mágicas: los esplendores luminosos de un deseo que no fue determinado por ninguna voz exterior.

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